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Por varios años disfruté el esfuerzo personal y ad honorem asociado con comprar en Ikea. Pero esta empresa y muchas otras se desmadraron con una variante, que ya incomoda e indigna, del trabajo gratuito de la clientela.
El gigante sueco de enseres para el hogar revolucionó el mercado de muebles con la estrategia de disminuir los costos de ensamblaje y transporte de sus productos exigiéndole al comprador asumirlos parcialmente. Fundada en 1943 como venta por correo, Ikea introdujo muebles en su catálogo de 1952. Un empleado decidió enviar una mesa con las patas empacadas por debajo del tablero. Así se ahorraba el último paso de la manufactura y reducía sustancialmente los gastos de envío. A su vez, fue necesario sofisticar la ingeniería para facilitarle al comprador el acoplamiento de piezas. Amoblar un hogar se convirtió en un símil de sesiones de Lego que le sumaban desafío y entretención al ahorro. Nunca me sentí explotado, ese esfuerzo voluntario era gana-gana.
Por aquel entonces, años 2000, Ikea aún no automatizaba el pago. Las cajas registradoras seguían manejadas por empleados y no por clientes sin contraprestación. La primera máquina de autopago (self-checkout machine) apareció en 1986 en un supermercado norteamericano. La implantación primero fue lenta pero se tornó epidémica: hace diez años había menos de 200.000 aparatos en el mundo y actualmente ya habrían superado el millón. Ikea dio ese paso en 2005 con resultados diferentes por región. Hubo aspectos positivos para la tienda, como el ahorro de espacio y personal pero también costos como el aumento de fraudes. Muchos consumidores rechazaron el esquema que “deshumaniza” la venta. Ikea también fue precursor del click and collect: la compra en línea con recogida del paquete en el almacén. Aquí es mayor el ahorro para la empresa, en espacio de parqueo, pero el cliente también gana.
Desde siempre, el gigante sueco tuvo en cuenta a quienes preferían no ensamblar muebles y ofrecía ese servicio. En 2017 dejó de hacerlo al adquirir TaskRabbit, empresa norteamericana que opera como plataforma de la gig economy (economía del empleo temporal), eufemismo para describir al sector que busca flexibilizar el mercado laboral haciendo el cruce entre la oferta disponible de autónomos y la demanda de trabajo. Quienes predican la estricta regulación del mercado laboral tienen aquí menos argumentos que contra los servicios de entrega a domicilio en los que el trabajador depende de un sólo patrón. TaskRabbit es más asimilable a la figura del cuentapropia que opta por un horario flexible y sin jefe.
En materia de tercerización, Amazon ha dado recientemente pasos positivos para entregar el producto. Como alternativa del envío a domicilio, ofreció primero la posibilidad de hacerlo a casilleros o lockers en espacios semipúblicos como los parqueaderos. Poco a poco extendió a los pedidos el esquema utilizado para las devoluciones —entre 5% y 15% de las compras— con pequeños comercios muy variados: kioscos de prensa, papelerías, estancos, mercerías… Esta última etapa, aparentemente artesanal, es intensiva en tecnología que favorece tanto al vendedor y al cliente como a los pequeños comercios. Es gana-gana-gana.
Conocí a Nuria, dueña de Nu&Ca, una papelería del barrio, hace un par de años al hacer una devolución de Amazon. Mi experiencia anterior había sido en una oficina de correos con más papeleo y menos amabilidad. En aquella ocasión charlamos sobre su experiencia con el zar del comercio global. “No me deja mucho dinero pero aprendo informática y me distrae un poco”, anotó. La semana pasada volví a Nu&Ca para recoger un pedido y mi sorpresa fue mayúscula al ver el local convertido en un espacio con anaqueles llenos de paquetes para entregar al lado de una peculiar miscelánea con juguetes, cosméticos y hasta ropa femenina. Cuatro personas esperaban en la cola y una pareja salió con compras por valor de €120, impensables en una papelería pequeña. Esta vez no hablé con Nuria, que estuvo muy atareada escaneando códigos de barras. Se veía contenta. Como si Amazon compensara con este arreglo la clientela que le quitó.
Volviendo a las máquinas de autopago, cabe esperar que su implantación en Latinoamérica sea más lenta que en el mundo industrializado. Los avances tecnológicos en el comercio colombiano siempre han tardado. Por ejemplo, todavía en 2002, un pedagógico reportaje buscaba convencer a los tenderos de que una caja registradora “le garantiza mayor seguridad y le puede ayudar con su contabilidad”. Las antipáticas máquinas self-checkout se empiezan a anunciar en el país y han sido adoptadas por unas pocas multinacionales, como Ikea. A diferencia de la mayoría de avances tecnológicos que desplazan mano de obra pero aportan otras ventajas, aquí se trata de una burda y abusiva transferencia de ingresos del trabajo al capital. Nada más apropiado que el gobierno del cambio para prohibirlas por razones distributivas.