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Carlos Acosta, Yuli, es un extraordinario bailarín y coreógrafo mulato, nacido en Cuba. Su trayectoria, rica en varias dimensiones, es inspiradora. Mundialmente reconocido, brilló gracias a su padre y a pesar del régimen comunista.
En el exigente arte del ballet, desde sus 30 años está en el podio de los grandes, al lado de mitos como Nijinsky y Nureyev. Hasta esa cumbre llegó desde un barrio marginal de La Habana, en donde su padre, un camionero con escasa educación pero enorme intuición cultural, se empeñó en que dejara de bailar breakdance callejero para estudiar danza clásica en el conservatorio. “Aquello era tremendo. Lo normal es que en aquel ambiente machista mi padre se hubiera opuesto al ballet porque eso era cosa de homosexuales. Pero no. Me empujo a hacerme bailarín”. Por sus continuas fallas y su naturaleza de gamberro indomable fue expulsado de la academia de ballet. Tras una salvaje paliza de su padre lo recibieron como interno en una escuela rural de artes.
Allá sufrió la más absoluta soledad, que se hacía insoportable los miércoles, cuando todos los estudiantes recibían visita de sus familiares. “Les traían comida y compartían ese rato, pero a mí no venía a verme nadie. La danza era mi salvación y eso nadie me lo iba a quitar”. Ahí entendió que las aptitudes y los talentos naturales hay que cultivarlos con mucho esfuerzo, incluso con dolor. “La fuerza y todo lo demás vienen del dolor. Sí, del dolor. El ballet es dolor físico para amoldar el cuerpo a que haga tu deseo. Del dolor sale el genio. El sufrimiento fue lo que me dio la rabia y la pasión”.
Qué contraste con las nuevas generaciones narcisistas, voluntaristas y mimadas, que pretenden acceso a las artes, a la cultura e incluso a la historia desde un cómodo safe space inmaculado y sin referencias dolorosas o desagradables. En su casa, desde niño, Acosta aguantó no sólo la terquedad y violencia paternal, sino un duro racismo. Su madre y su hermana —que acabaría suicidándose— eran las únicas que, por ser blancas en el territorio libre de América, podían ir a la playa de Varadero y tenían un pasaporte para emigrar. Yuli y su hermana Marilín “eran los negros, hijos de un hombre de carácter rudo, descendiente de esclavos, que desde pequeño trató de inculcarles que por ser negros y pobres tenían que esforzarse y luchar el triple que los demás”.
Con 16 años ganó la medalla de oro en el Grand Prix de Lausanne y a los 18 lo contrataron como primer bailarín del English National Ballet. Volvió al Ballet Nacional de Cuba, pero se sintió menospreciado y se marchó. “Yo ya era primer bailarín, había bailado con grandes figuras, y al venir para acá me pusieron como tres categorías por debajo”. No sorprende esta reacción de un régimen obsesionado por la igualdad de resultados, no de oportunidades, que no tolera el éxito personal sin entender que el móvil primario de la competencia entre individuos, de la evolución misma, “no es la supervivencia del apto sino de la aptitud en general”. El principal interés de un régimen comunista como el cubano es “exaltar el mérito de no tener méritos”. Eso garantiza sumisión y lealtad. La espontaneidad, el éxito individual, aun alcanzado con trabajo, sufrimiento, sacrificio y dolor, se perciben con recelo y envidia. Así, se instala “la planificación ejercida por un déspota rodeado de servidores”, encargados de decidir quiénes alcanzan posiciones favorables dentro de un rígido sistema jerárquico.
No sólo las autoridades cubanas sabotearon el desempeño del genial bailarín. Cuando ya había ganado también el Grand Prix de París, para el montaje de Edipo Rey, Acosta esperó ingenuamente tener el rol principal. En cambio, le dieron el del viejo que debe matar a Edipo. “Envejecido por el maquillaje y el vestuario, los demás bailarines lo chiquearon diciéndole que se parecía a Celia Cruz. Carlos se sintió humillado”. Poco después le hicieron vestirse como la Pantera Rosa. Su fama ya era internacional y hasta La Habana fue a rescatarlo el director del Ballet de Houston, en donde la crítica no demoró en reconocerlo como verdadero fenómeno: “el cubano volador”, “el paracaídas”, “el arma letal”.
El éxito súbito alcanzó a marearlo. “Si soy una estrella, me tengo que vestir como tal. Me puse mi Prada y mi Cartier, me miré en el espejo… y me di cuenta de que estaba poniéndome encima un total de $6.000 [dólares], lo suficiente para comprarle un apartamento en Cuba a mi familia”. Hubiera querido llamarlos, pero recordó la principal enseñanza de su padre: nunca mirar para atrás.
Siguiendo ese sabio consejo persistió en sus sueños. Regresó a Cuba buscando rehabilitar el sitio encantado de su infancia: las ruinas de la Escuela Nacional de Arte. La envidia y los dogmas volvieron a sabotear su iniciativa con el cliché de que la educación, incluso bien financiada, no puede ser privada.