Varios oficios y activismos colombianos hacen creer que el costo que pagan por la violencia es desproporcionado. Un editorial de El Tiempo va más lejos: la pandemia le dio más duro a su gremio.
Muchos periodistas, pertenecientes a castas hereditarias, olvidan que hacen parte de la élite privilegiada del país. Silenciando su poder, se presentan como víctimas comunes o atípicas de la violencia.
Esto ocurre no solo en Colombia. Al googlear “número de periodistas” sólo aparecen referencias a los asesinatos, las amenazas, detenciones o el desplazamiento forzado de personas vinculadas al oficio. Colombia está lejos de ser el líder mundial en asesinatos de periodistas. Ocupa el 8º lugar, detrás de países como Irak, Filipinas, Siria o Argelia.
En el mundo mueren asesinados unos 100 periodistas al año. La participación de Colombia en ese total está entre el 2% y el 4%. El peso de la población colombiana en la global es inferior al 1%, o sea que un periodista colombiano sí tiene más chances de morir asesinado que sus colegas del resto del planeta. Pero eso no ocurre porque que su oficio sea anormalmente peligroso, lo mismo le pasa a cualquier compatriota. Desde hace muchos años, Colombia es uno de los países más violentos del mundo.
¿Cuantos periodistas hay en el país? Fue imposible encontrar estimativos, siquiera burdos, de esa cifra. Jaime Tenjo, economista laboral conocedor de las estadísticas, me dice que hay “28.000 escritores, periodistas y publicistas… Calculado con la Gran Encuesta Integrada de Hogares 2019, rural y urbano”.
En el 2020 fueron asesinados Felipe Guevara en Cali y Abelardo Liz en el norte del Cauca. A ellos “se suman otros seis que han perdido la vida por motivos relacionados con el ejercicio de su profesión en los últimos cuatro años”, o sea dos por año. Así, la tasa por 100.000 habitantes (PCMH) dentro de este gremio sería del orden de 7 PCMH, una tercera parte de la observada para el resto de colombianos y apenas un 10% de la tasa global que alcanzó a sufrir el país hace unas décadas.
El editorial ya citado no limita los ataques sufridos por el gremio a los asesinatos. En 2020, las amenazas aumentaron de manera apreciable y es más que razonable pensar que, en efecto, ese es uno de los oficios más afectados por ese tipo de violencia, para acallar las denuncias hechas en los medios contra mafiosos o corruptos. Pero a la hora de hacer efectivas esas advertencias o intimidaciones, lo que sugieren los datos es que ser periodista en cierta medida disminuye el riesgo de morir, precisamente porque el asesinato de cualquier figura mediática recibirá inusitada atención. Teniendo en cuenta esta contradicción inherente a los oficios muy expuestos a la opinión pública, sorprende la queja, también frecuente, de que allí es donde se da una mayor incidencia de acoso y abuso sexual contra las mujeres. Lo que el sentido común sugiere es que empleadores o jefes de medios de comunicación serán más precavidos en el trato a sus subordinadas que otros patrones cuyas víctimas no sean periodistas capaces de ponerlos en la picota pública.
Por los casos más visibles del movimiento #MeToo se concluiría apresuradamente que las actrices famosas son las más expuestas al abuso sexual cuando se trata, por el contrario, de uno de los oficios en donde las situaciones confusas y ambiguas son muy comunes. Incluso cuando hay indicios de ataques serios, la mediatización del caso implica serias dificultades para aclararlo o resolverlo. La abogada Paula Vial, defensora del cineasta chileno Nicolás López, acusado formalmente de cinco delitos sexuales, anota que la exposición pública “crea muchos prejuicios y aumenta la presión sobre el caso… lo que hemos visto es mucha espectacularidad y lo que uno querría ver es seriedad en los planteamientos, que se respeten el sistema y las garantías, y que si hay algún delito que este se acredite en los tribunales”. Algo similar se puede decir sobre las periodistas que provocan linchamientos virtuales de poderosos personajes con una simple frase confusa.
El colmo del victimismo es que el periodismo, una actividad cuya demanda creció con el confinamiento, se considere tanto o más afectado que otros sectores por la pandemia. “COVID-19 hizo aún más compleja y desafiante la dura realidad del oficio… (Muchas) empresas periodísticas tuvieron que sumar a las dificultades que encaran las que trajo consigo esta nueva y muy dura realidad”. Estas frases reflejan fallas para editar un texto de manera seria y ecuánime. Es tal vez por sentirse tan especiales, no sacudirse, ni modernizarse, ni haber encontrado un sistema de cobro atractivo y razonable, que el ejercicio periodístico presenta serias dificultades actualmente. Quejarse atenta contra la innovación. Netflix no es sólo para entretenerse. Debería estudiarse como modelo de negocio: alta variedad y calidad a precios realmente accesibles.
Varios oficios y activismos colombianos hacen creer que el costo que pagan por la violencia es desproporcionado. Un editorial de El Tiempo va más lejos: la pandemia le dio más duro a su gremio.
Muchos periodistas, pertenecientes a castas hereditarias, olvidan que hacen parte de la élite privilegiada del país. Silenciando su poder, se presentan como víctimas comunes o atípicas de la violencia.
Esto ocurre no solo en Colombia. Al googlear “número de periodistas” sólo aparecen referencias a los asesinatos, las amenazas, detenciones o el desplazamiento forzado de personas vinculadas al oficio. Colombia está lejos de ser el líder mundial en asesinatos de periodistas. Ocupa el 8º lugar, detrás de países como Irak, Filipinas, Siria o Argelia.
En el mundo mueren asesinados unos 100 periodistas al año. La participación de Colombia en ese total está entre el 2% y el 4%. El peso de la población colombiana en la global es inferior al 1%, o sea que un periodista colombiano sí tiene más chances de morir asesinado que sus colegas del resto del planeta. Pero eso no ocurre porque que su oficio sea anormalmente peligroso, lo mismo le pasa a cualquier compatriota. Desde hace muchos años, Colombia es uno de los países más violentos del mundo.
¿Cuantos periodistas hay en el país? Fue imposible encontrar estimativos, siquiera burdos, de esa cifra. Jaime Tenjo, economista laboral conocedor de las estadísticas, me dice que hay “28.000 escritores, periodistas y publicistas… Calculado con la Gran Encuesta Integrada de Hogares 2019, rural y urbano”.
En el 2020 fueron asesinados Felipe Guevara en Cali y Abelardo Liz en el norte del Cauca. A ellos “se suman otros seis que han perdido la vida por motivos relacionados con el ejercicio de su profesión en los últimos cuatro años”, o sea dos por año. Así, la tasa por 100.000 habitantes (PCMH) dentro de este gremio sería del orden de 7 PCMH, una tercera parte de la observada para el resto de colombianos y apenas un 10% de la tasa global que alcanzó a sufrir el país hace unas décadas.
El editorial ya citado no limita los ataques sufridos por el gremio a los asesinatos. En 2020, las amenazas aumentaron de manera apreciable y es más que razonable pensar que, en efecto, ese es uno de los oficios más afectados por ese tipo de violencia, para acallar las denuncias hechas en los medios contra mafiosos o corruptos. Pero a la hora de hacer efectivas esas advertencias o intimidaciones, lo que sugieren los datos es que ser periodista en cierta medida disminuye el riesgo de morir, precisamente porque el asesinato de cualquier figura mediática recibirá inusitada atención. Teniendo en cuenta esta contradicción inherente a los oficios muy expuestos a la opinión pública, sorprende la queja, también frecuente, de que allí es donde se da una mayor incidencia de acoso y abuso sexual contra las mujeres. Lo que el sentido común sugiere es que empleadores o jefes de medios de comunicación serán más precavidos en el trato a sus subordinadas que otros patrones cuyas víctimas no sean periodistas capaces de ponerlos en la picota pública.
Por los casos más visibles del movimiento #MeToo se concluiría apresuradamente que las actrices famosas son las más expuestas al abuso sexual cuando se trata, por el contrario, de uno de los oficios en donde las situaciones confusas y ambiguas son muy comunes. Incluso cuando hay indicios de ataques serios, la mediatización del caso implica serias dificultades para aclararlo o resolverlo. La abogada Paula Vial, defensora del cineasta chileno Nicolás López, acusado formalmente de cinco delitos sexuales, anota que la exposición pública “crea muchos prejuicios y aumenta la presión sobre el caso… lo que hemos visto es mucha espectacularidad y lo que uno querría ver es seriedad en los planteamientos, que se respeten el sistema y las garantías, y que si hay algún delito que este se acredite en los tribunales”. Algo similar se puede decir sobre las periodistas que provocan linchamientos virtuales de poderosos personajes con una simple frase confusa.
El colmo del victimismo es que el periodismo, una actividad cuya demanda creció con el confinamiento, se considere tanto o más afectado que otros sectores por la pandemia. “COVID-19 hizo aún más compleja y desafiante la dura realidad del oficio… (Muchas) empresas periodísticas tuvieron que sumar a las dificultades que encaran las que trajo consigo esta nueva y muy dura realidad”. Estas frases reflejan fallas para editar un texto de manera seria y ecuánime. Es tal vez por sentirse tan especiales, no sacudirse, ni modernizarse, ni haber encontrado un sistema de cobro atractivo y razonable, que el ejercicio periodístico presenta serias dificultades actualmente. Quejarse atenta contra la innovación. Netflix no es sólo para entretenerse. Debería estudiarse como modelo de negocio: alta variedad y calidad a precios realmente accesibles.