“La mujer debe ser maternal y no culpar al hombre por todo”. La frase, digna de cura pueblerino, es de Camille Paglia, feminista atea, pragmática, y azote de la militancia idealista.
Vivió doce años con una artista y adoptó a su hija; después se enamoró platónicamente de una cantante brasileña casada con otra mujer, pero no soporta el activismo LGBT. Quisiera que la recuerden por una frase: “Dios es la mejor idea del ser humano”. Se hizo famosa con Sexual Personae, una historia cultural cuya conjetura es que las obras maestras de la civilización occidental son producto del miedo de los hombres a la sexualidad femenina. En 1991 escribió en el New York Times: “Madonna. Por fin una verdadera feminista”.
Ha sido llamada iconoclasta, provocadora, pagana, antifeminista y libertaria liberal. Defiende la eutanasia, el suicidio, la pornografía, la prostitución y el consumo de drogas. Admite que el aborto es un asesinato pero se declara “firme partidaria”. Reconoce que un costo de la liberación sexual fueron las enfermedades venéreas. Son famosos sus debates con académicas a las que critica por no reconocer, como los marxistas, las ventajas de una civilización sin cuyas bases no podrían reflexionar, ni escribir, ni vivir. Encuentra injusto que las feministas desprecien a los trabajadores callejeros y los acusen de querer violarlas, sin reconocer que sus esfuerzos, ajenos a las mujeres, permiten que las ciudades funcionen. Mucho antes de Trump, señaló que para ocupar cargos importantes en la administración las mujeres deberían aprender historia militar. Para ella, un pensador desperdiciado es el Marqués de Sade y Rousseau, padre intelectual de utopías totalitarias y del pensamiento correcto, uno sobrestimado. Sus discrepancias con el discurso progresista surgieron al ver la incapacidad de la cultura contemporánea para liberarse de la palabra escrita y asimilar la imagen visual, universalizada por el cine, la TV y ahora por internet. Compara la lucha feminista contra la sexualidad con los esfuerzos del cristianismo por erradicar el paganismo, condenados al fracaso cuando aparecieron las iconografías y reemplazaron las interpretaciones de las escrituras hechas por prelados.
Su primer ensayo, resumen de su tesis doctoral, es admirable por el uso precursor y atípico del darwinismo para analizar diferencias hombre mujer. Por esa época, la psicología evolutiva no era una disciplina establecida y las neurociencias estaban en pañales; desde que estudió bellas artes es una evolucionista intituitiva y autodidacta. Observa a los animales para entender comportamientos humanos. Opina que “la biología y la endocrinología han debido hacer parte de cualquier curso de estudios de mujeres. Teorizar sobre género debe partir de esa base”. Todavía fustiga a Gloria Steinem y sus “cohortes estalinistas” por desvalorizar a la esposa y madre frente a la profesional como única mujer libre; repudia su célebre máxima —“la mujer necesita a un hombre tanto como un pez necesita una bicicleta”— no sólo por contraevidente sino por hipócrita viniendo de quien nunca dejó de flirtear con tipos célebres y contrajo matrimonio con uno. Admira a Betty Friedan que, casada y con hijos, buscaba inclusión y acogida para todos.
Ha sido siempre original y discrepante. Desafía la idea en boga de que feminismo es simplemente otro término para igualdad, afirmación vacua que pasteuriza y trivializa la militancia radical y podría extenderse para blanquear el comunismo, el marxismo, o cualquier utopía. Descalifica la discriminación positiva como “infantilización degradante” de las mujeres. Siente que —salvo en círculos académicos, mediáticos o en la burocracia— las radicales perdieron la batalla y ahora tienen que suavizar su discurso para mercadearlo; por fanáticas y elitistas, las mujeres dejaron de creerles, como lo demuestra la preocupación universal por la moda, la belleza y el cuidado del cuerpo: no caló el uniforme feminista.
Su darwinismo la separa de prácticamente todas las feministas que, cual creacionistas, rechazan ese paradigma. Su último libro, Free women, free men, muestra cómo anticipó las incoherencias y secuelas perversas de una doctrina a espaldas tanto de la ciencia como del humanismo. Su obra es una bocanada de aire fresco, sentido común, realismo, inteligencia, erudición y hasta mamagallismo. Emanciparse requiere libertad y conocimiento, no doctrina y voluntarismo.
“Biológicamente, el impulso masculino es el movimiento sin descanso; su peligro moral es la brutalidad. Biológicamente, el impulso femenino es la espera, la esperanza; su peligro moral es la estasis. Los andrógenos agitan; los estrógenos tranquilizan. No permanecemos en esos extremos sino dentro del amplio intermedio. Pero la preponderancia del gris no refuta la existencia del blanco y el negro. La geografía sexual, nuestra realidad corporal, altera nuestra percepción del mundo. El hombre está configurado para la invasión, mientras la mujer sigue siendo la oculta, una cueva de oscuridad arcaica. Ninguna legislación o agravio cometido puede cambiar estos hechos eternos”.
“La mujer debe ser maternal y no culpar al hombre por todo”. La frase, digna de cura pueblerino, es de Camille Paglia, feminista atea, pragmática, y azote de la militancia idealista.
Vivió doce años con una artista y adoptó a su hija; después se enamoró platónicamente de una cantante brasileña casada con otra mujer, pero no soporta el activismo LGBT. Quisiera que la recuerden por una frase: “Dios es la mejor idea del ser humano”. Se hizo famosa con Sexual Personae, una historia cultural cuya conjetura es que las obras maestras de la civilización occidental son producto del miedo de los hombres a la sexualidad femenina. En 1991 escribió en el New York Times: “Madonna. Por fin una verdadera feminista”.
Ha sido llamada iconoclasta, provocadora, pagana, antifeminista y libertaria liberal. Defiende la eutanasia, el suicidio, la pornografía, la prostitución y el consumo de drogas. Admite que el aborto es un asesinato pero se declara “firme partidaria”. Reconoce que un costo de la liberación sexual fueron las enfermedades venéreas. Son famosos sus debates con académicas a las que critica por no reconocer, como los marxistas, las ventajas de una civilización sin cuyas bases no podrían reflexionar, ni escribir, ni vivir. Encuentra injusto que las feministas desprecien a los trabajadores callejeros y los acusen de querer violarlas, sin reconocer que sus esfuerzos, ajenos a las mujeres, permiten que las ciudades funcionen. Mucho antes de Trump, señaló que para ocupar cargos importantes en la administración las mujeres deberían aprender historia militar. Para ella, un pensador desperdiciado es el Marqués de Sade y Rousseau, padre intelectual de utopías totalitarias y del pensamiento correcto, uno sobrestimado. Sus discrepancias con el discurso progresista surgieron al ver la incapacidad de la cultura contemporánea para liberarse de la palabra escrita y asimilar la imagen visual, universalizada por el cine, la TV y ahora por internet. Compara la lucha feminista contra la sexualidad con los esfuerzos del cristianismo por erradicar el paganismo, condenados al fracaso cuando aparecieron las iconografías y reemplazaron las interpretaciones de las escrituras hechas por prelados.
Su primer ensayo, resumen de su tesis doctoral, es admirable por el uso precursor y atípico del darwinismo para analizar diferencias hombre mujer. Por esa época, la psicología evolutiva no era una disciplina establecida y las neurociencias estaban en pañales; desde que estudió bellas artes es una evolucionista intituitiva y autodidacta. Observa a los animales para entender comportamientos humanos. Opina que “la biología y la endocrinología han debido hacer parte de cualquier curso de estudios de mujeres. Teorizar sobre género debe partir de esa base”. Todavía fustiga a Gloria Steinem y sus “cohortes estalinistas” por desvalorizar a la esposa y madre frente a la profesional como única mujer libre; repudia su célebre máxima —“la mujer necesita a un hombre tanto como un pez necesita una bicicleta”— no sólo por contraevidente sino por hipócrita viniendo de quien nunca dejó de flirtear con tipos célebres y contrajo matrimonio con uno. Admira a Betty Friedan que, casada y con hijos, buscaba inclusión y acogida para todos.
Ha sido siempre original y discrepante. Desafía la idea en boga de que feminismo es simplemente otro término para igualdad, afirmación vacua que pasteuriza y trivializa la militancia radical y podría extenderse para blanquear el comunismo, el marxismo, o cualquier utopía. Descalifica la discriminación positiva como “infantilización degradante” de las mujeres. Siente que —salvo en círculos académicos, mediáticos o en la burocracia— las radicales perdieron la batalla y ahora tienen que suavizar su discurso para mercadearlo; por fanáticas y elitistas, las mujeres dejaron de creerles, como lo demuestra la preocupación universal por la moda, la belleza y el cuidado del cuerpo: no caló el uniforme feminista.
Su darwinismo la separa de prácticamente todas las feministas que, cual creacionistas, rechazan ese paradigma. Su último libro, Free women, free men, muestra cómo anticipó las incoherencias y secuelas perversas de una doctrina a espaldas tanto de la ciencia como del humanismo. Su obra es una bocanada de aire fresco, sentido común, realismo, inteligencia, erudición y hasta mamagallismo. Emanciparse requiere libertad y conocimiento, no doctrina y voluntarismo.
“Biológicamente, el impulso masculino es el movimiento sin descanso; su peligro moral es la brutalidad. Biológicamente, el impulso femenino es la espera, la esperanza; su peligro moral es la estasis. Los andrógenos agitan; los estrógenos tranquilizan. No permanecemos en esos extremos sino dentro del amplio intermedio. Pero la preponderancia del gris no refuta la existencia del blanco y el negro. La geografía sexual, nuestra realidad corporal, altera nuestra percepción del mundo. El hombre está configurado para la invasión, mientras la mujer sigue siendo la oculta, una cueva de oscuridad arcaica. Ninguna legislación o agravio cometido puede cambiar estos hechos eternos”.