La foto no podía ser más pintoresca. Seis mujeres sonrientes, alegremente ataviadas, posan en una calle de la colorida Cartagena de Indias.
Los ademanes de celebración son inequívocos: puños levantados, rebeldes, victoriosos con un lazo verde en la muñeca. En su cuenta de Twitter, una protagonista de la escena da pistas sobre la razón del jubilo: un encuentro “sororo, amoroso y de mucho realismo político” donde se discutió el estado actual de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. “Las jóvenes se toman la palabra, las redes y alzan el puño, reivindicando el derecho a decidir sobre sus cuerpos”, proclama Victoria Sandino, senadora por la FARC y excombatiente guerrillera. Las seguidoras también derrochan fogosidad en los comentarios: una asimila el sexteto a “una banda de rock feminista y abortera”.
Si Sandino fuera totalmente ajena a la política de abortos forzados en su grupo insurgente, si por lo menos la hubiera criticado al desmovilizarse, la hipocresía e incongruencia no serían tan ofensivas. Como anota una periodista española, “su lucha feminista en el seno de las Farc contrasta con las acusaciones de connivencia con abortos forzados y violaciones que le han lanzado exguerrilleras críticas”. Sin hacer alusión a la infame práctica, la nueva parlamentaria feminista recuerda que “jamás me sentiré avergonzada por mi militancia en las Farc-Ep”.
Alexandra Vargas, una desmovilizada que a los 15 años fue obligada a subirse en una camioneta, deja constancia de lo poco que le importaban a esta feminista los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres en las Farc. Al cuarto día de reclutamiento forzado, Alexandra fue violada por alias Jerónimo, que abusó de ella durante tres noches seguidas, “hizo lo que quería y me dijo salga de aquí”, recuerda con rabia. Después siguieron el Abuelo y el Zorro. “La palabra de la mujer no vale nada. Las niñas y jovencitas eran para los comandantes, entonces ellos no permiten que otra persona esté con uno”, aclara. Ingenuamente pensó que Victoria Sandino tendría un gesto compasivo, un mínimo de empatía, y haría algo para protegerla. Pudo “decirle a ella las cosas, pero le daba lo mismo. Decía que tenía que aguantarme, que a eso habíamos ido las mujeres a las Farc”.
La sorpresa no acaba con el cinismo de una presunta cómplice de violencia sexual en la guerrilla que celebra el avance de los derechos reproductivos de las jóvenes. A su lado en la foto, también de plácemes, está Catalina Ruiz-Navarro, implacable feminista que usualmente protesta por el más mínimo incidente contra las mujeres en América Latina. Su retórica sobre los abusos patriarcales sufridos por el género femenino es bien selectiva: hipersensible a la suerte de algunas e indiferente a la de otras. Alexandra, por ejemplo, parece no contar, a pesar de que hizo su denuncia en un medio periodístico con cubrimiento nacional, como lo han hecho las integrantes de la Corporación Rosa Blanca que tampoco han merecido apoyo, ni siquiera un breve comentario, de la célebre militante. Por el contrario, aseguran ellas, no faltan las amenazas posconflicto de Sandino.
Ese olvido es particularmente extraño en quien ha destacado la importancia de los relatos que, con valentía y nombre propio, hacen algunas mujeres sobre la violencia que sufren y que por distintas razones no atiende la justicia oficial. Al defender el escrache, esa “forma de protesta, sobrevivencia y sanación… una estrategia de sanción social y denuncia pública” criticada por su informalidad, hace énfasis en que “es la forma de denuncia social que hemos elegido las mujeres ya que la justicia patriarcal no nos cumple y ha probado ser insuficiente para atender la violencia machista”. Ese tipo de protesta fue popular contra la represión política extrema. "Si no hay justicia hay escrache” era el lema utilizado en Argentina en los 90 contra los responsables de torturas y desapariciones durante la dictadura militar.
Las desertoras de la Rosa Blanca han optado, precisamente, por el escrache virtual. Para algunas, como Alexandra, fue frustrante quejarse en la guerrilla. Probablemente por eso se les volaron a sus verdugos. En la euforia por la paz con “verdad, justicia y reparación”, aupadas con el #MeToo, movimiento global basado en creer a pie juntillas las quejas femeninas, fueron víctimas atípicas en Colombia al ventilar denuncias con nombre propio: ni Él ni Ellos, puro escrache. Misteriosamente, el establecimiento feminista, los activismos y periodistas progres las ignoraron. Seguirán desconcertadas con la imagen de la banda sorora y rockera precedida por una reflexión de Ruiz-Navarro que aparentemente concierne a otras elegidas: “No podemos evadir nuestra responsabilidad como sociedad exigiéndoles a las víctimas que vuelvan a quedarse calladas”. Sin justicia, ni Victoria, ni apoyo en el horizonte, en @CorpoRosaBlanca les queda el recurso que recomienda ese feminismo también desmemoriado, clasista y taimado que las ningunea: hacerse oír.
La foto no podía ser más pintoresca. Seis mujeres sonrientes, alegremente ataviadas, posan en una calle de la colorida Cartagena de Indias.
Los ademanes de celebración son inequívocos: puños levantados, rebeldes, victoriosos con un lazo verde en la muñeca. En su cuenta de Twitter, una protagonista de la escena da pistas sobre la razón del jubilo: un encuentro “sororo, amoroso y de mucho realismo político” donde se discutió el estado actual de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. “Las jóvenes se toman la palabra, las redes y alzan el puño, reivindicando el derecho a decidir sobre sus cuerpos”, proclama Victoria Sandino, senadora por la FARC y excombatiente guerrillera. Las seguidoras también derrochan fogosidad en los comentarios: una asimila el sexteto a “una banda de rock feminista y abortera”.
Si Sandino fuera totalmente ajena a la política de abortos forzados en su grupo insurgente, si por lo menos la hubiera criticado al desmovilizarse, la hipocresía e incongruencia no serían tan ofensivas. Como anota una periodista española, “su lucha feminista en el seno de las Farc contrasta con las acusaciones de connivencia con abortos forzados y violaciones que le han lanzado exguerrilleras críticas”. Sin hacer alusión a la infame práctica, la nueva parlamentaria feminista recuerda que “jamás me sentiré avergonzada por mi militancia en las Farc-Ep”.
Alexandra Vargas, una desmovilizada que a los 15 años fue obligada a subirse en una camioneta, deja constancia de lo poco que le importaban a esta feminista los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres en las Farc. Al cuarto día de reclutamiento forzado, Alexandra fue violada por alias Jerónimo, que abusó de ella durante tres noches seguidas, “hizo lo que quería y me dijo salga de aquí”, recuerda con rabia. Después siguieron el Abuelo y el Zorro. “La palabra de la mujer no vale nada. Las niñas y jovencitas eran para los comandantes, entonces ellos no permiten que otra persona esté con uno”, aclara. Ingenuamente pensó que Victoria Sandino tendría un gesto compasivo, un mínimo de empatía, y haría algo para protegerla. Pudo “decirle a ella las cosas, pero le daba lo mismo. Decía que tenía que aguantarme, que a eso habíamos ido las mujeres a las Farc”.
La sorpresa no acaba con el cinismo de una presunta cómplice de violencia sexual en la guerrilla que celebra el avance de los derechos reproductivos de las jóvenes. A su lado en la foto, también de plácemes, está Catalina Ruiz-Navarro, implacable feminista que usualmente protesta por el más mínimo incidente contra las mujeres en América Latina. Su retórica sobre los abusos patriarcales sufridos por el género femenino es bien selectiva: hipersensible a la suerte de algunas e indiferente a la de otras. Alexandra, por ejemplo, parece no contar, a pesar de que hizo su denuncia en un medio periodístico con cubrimiento nacional, como lo han hecho las integrantes de la Corporación Rosa Blanca que tampoco han merecido apoyo, ni siquiera un breve comentario, de la célebre militante. Por el contrario, aseguran ellas, no faltan las amenazas posconflicto de Sandino.
Ese olvido es particularmente extraño en quien ha destacado la importancia de los relatos que, con valentía y nombre propio, hacen algunas mujeres sobre la violencia que sufren y que por distintas razones no atiende la justicia oficial. Al defender el escrache, esa “forma de protesta, sobrevivencia y sanación… una estrategia de sanción social y denuncia pública” criticada por su informalidad, hace énfasis en que “es la forma de denuncia social que hemos elegido las mujeres ya que la justicia patriarcal no nos cumple y ha probado ser insuficiente para atender la violencia machista”. Ese tipo de protesta fue popular contra la represión política extrema. "Si no hay justicia hay escrache” era el lema utilizado en Argentina en los 90 contra los responsables de torturas y desapariciones durante la dictadura militar.
Las desertoras de la Rosa Blanca han optado, precisamente, por el escrache virtual. Para algunas, como Alexandra, fue frustrante quejarse en la guerrilla. Probablemente por eso se les volaron a sus verdugos. En la euforia por la paz con “verdad, justicia y reparación”, aupadas con el #MeToo, movimiento global basado en creer a pie juntillas las quejas femeninas, fueron víctimas atípicas en Colombia al ventilar denuncias con nombre propio: ni Él ni Ellos, puro escrache. Misteriosamente, el establecimiento feminista, los activismos y periodistas progres las ignoraron. Seguirán desconcertadas con la imagen de la banda sorora y rockera precedida por una reflexión de Ruiz-Navarro que aparentemente concierne a otras elegidas: “No podemos evadir nuestra responsabilidad como sociedad exigiéndoles a las víctimas que vuelvan a quedarse calladas”. Sin justicia, ni Victoria, ni apoyo en el horizonte, en @CorpoRosaBlanca les queda el recurso que recomienda ese feminismo también desmemoriado, clasista y taimado que las ningunea: hacerse oír.