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Asustan las imágenes y los videos con que el presidente de El Salvador administra visualmente su política carcelaria y de seguridad. La violación de los derechos humanos de los detenidos es evidente. Y ello, más allá incluso de lo arbitrarias y por fuera de la ley que resultan las redadas que no diferencian inocentes de culpables.
La sumisión y el maltrato de los encarcelados remite, como bien se ha dicho, a los peores sistemas penales de trabajos forzados. Con todo y sus excesos, hay quien los defiende.
Es más, la coreografía de jóvenes con cabezas rapadas y cuerpos semidesnudos, agachados y esposados, provoca reacciones de júbilo. Nacionales y regionales. Es tan larga e indecible la estela de crímenes cometidos por las pandillas, que para muchos las razones para celebrar se imponen por sobre los defensores de las formas y los debidos procesos.
Por supuesto, hay un detrás de cámaras que lo facilita.
Sin demasiadas referencias a los legados de la guerra civil vivida en El Salvador, la migración de familias enteras hacia los Estados Unidos, el nacimiento de las pandillas en las cárceles de Los Ángeles y su posterior retorno obligado, son demasiadas las cámaras que han construido una cultura visual del morbo.
Fotoperiodistas profesionales y de ocasión han lanzado sus carreras descifrando tatuajes e historias de crueldad. Dada esa cultura visual, se impone el deseo de venganza y el disfrute de la estética del castigo. Lo feo de repente es bello. Y justo.
Por otro lado están los convenios tras bambalinas de Bukele con las mismas pandillas que hoy mantiene en “la cárcel más grande del mundo”. El portal periodístico y opositor El Faro ha registrado, con buenas fuentes, la existencia de acuerdos anteriores con algunos de sus líderes a cambio de reducción de homicidios y apoyo político.
La mano dura que tantos envidian depende del régimen de excepción, el secretismo y las altas dosis de hipocresía. Además del espectáculo.