Paran las vacunas. Vuelven las vacunas. Un día una vacuna produce supuestos efectos secundarios. Otro día se aclaran. Correlación no es causalidad, insisten los entendidos. Si se la puso y le dio algo, ese algo pudo ser motivado por otra cosa. Una coincidencia.
La crisis por el coronavirus ha estado dominada por este tipo de dificultades en el acceso a la información. Desde que arrancó el COVID-19, al ministro de Salud se le ha visto paciente y claro. “Un llamado a la calma, a la tranquilidad”, decía en los inicios de la pandemia. Casi con gusto explicaba sus protocolos para cárceles, para eventos masivos, para lugares de culto.
No tardó en llegar la segunda ola y una vez más el ministro se puso al frente. Habló de estudios de seroprevalencia. De inmunidad y resistencia al virus. De cómo entender algo tan difuso como el riesgo. Y cómo administrarlo. De restringir la velocidad del contagio. Pronto fue el turno para las vacunas. Cuántas, cuándo, de dónde vienen. Abordó incluso sus propias razones para el secretismo y la demora.
Explicó temas aún más urgentes como la diferencia entre la probabilidad de infectarse (mayor o menor según las vacunas) y la posibilidad real de que contraída la enfermedad los síntomas empeoren (muy baja en todas las vacunas). En fin, el ministro de Salud al que Duque le encomendó la política de mayor relevancia en su mandato respondió con diligencia y profesionalismo.
En una palabra: credibilidad.
Estamos ante el mismo funcionario que como viceministro de la administración anterior defendió la prohibición del uso del glifosato por sus efectos sobre la salud. Ahora ya no piensa así. O por lo menos guarda un silencio cómplice ante los anuncios del Gobierno sobre el regreso del glifosato.
Y con su firma avala.
¿Entenderá Duque el riesgo que corre al forzar a Fernando Ruiz a perder la credibilidad de la que tanto depende su labor al frente del Ministerio de Salud?
Paran las vacunas. Vuelven las vacunas. Un día una vacuna produce supuestos efectos secundarios. Otro día se aclaran. Correlación no es causalidad, insisten los entendidos. Si se la puso y le dio algo, ese algo pudo ser motivado por otra cosa. Una coincidencia.
La crisis por el coronavirus ha estado dominada por este tipo de dificultades en el acceso a la información. Desde que arrancó el COVID-19, al ministro de Salud se le ha visto paciente y claro. “Un llamado a la calma, a la tranquilidad”, decía en los inicios de la pandemia. Casi con gusto explicaba sus protocolos para cárceles, para eventos masivos, para lugares de culto.
No tardó en llegar la segunda ola y una vez más el ministro se puso al frente. Habló de estudios de seroprevalencia. De inmunidad y resistencia al virus. De cómo entender algo tan difuso como el riesgo. Y cómo administrarlo. De restringir la velocidad del contagio. Pronto fue el turno para las vacunas. Cuántas, cuándo, de dónde vienen. Abordó incluso sus propias razones para el secretismo y la demora.
Explicó temas aún más urgentes como la diferencia entre la probabilidad de infectarse (mayor o menor según las vacunas) y la posibilidad real de que contraída la enfermedad los síntomas empeoren (muy baja en todas las vacunas). En fin, el ministro de Salud al que Duque le encomendó la política de mayor relevancia en su mandato respondió con diligencia y profesionalismo.
En una palabra: credibilidad.
Estamos ante el mismo funcionario que como viceministro de la administración anterior defendió la prohibición del uso del glifosato por sus efectos sobre la salud. Ahora ya no piensa así. O por lo menos guarda un silencio cómplice ante los anuncios del Gobierno sobre el regreso del glifosato.
Y con su firma avala.
¿Entenderá Duque el riesgo que corre al forzar a Fernando Ruiz a perder la credibilidad de la que tanto depende su labor al frente del Ministerio de Salud?