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La condecoración del expresidente de Uruguay, Pepe Mujica, llega en un momento bastante malo para la administración de Petro. Una coyuntura supuestamente crítica y nunca antes vista, si nos atenemos a los cubrimientos periodísticos más dados a la denuncia y la oposición (además de la amnesia).
Como ya es costumbre en el presidente, no ayuda que su comunicación con la ciudadanía se haga a partir de textos delirantes y difíciles de leer. Cualquier valiente desocupado que se le haya medido a leer sus hilos en X sobre el emproblemado ministro de Hacienda terminará por convencerse, mareado con tanta frase suelta que va y viene, de que, en efecto, algo muy grave está aconteciendo.
Como sea, bien escogida en esta ocasión la Cruz de Boyacá y bienvenido el saludo al presidente electo de Uruguay, Yamadú Orsi. Los que cuestionan que se haya escogido a Mujica probablemente fueron los primeros en aplaudir el uso típicamente colegial que le dio Duque a la máxima condecoración que tiene el país: amigotes cercanos premiados y personajes grisáceos enaltecidos (como el autodenominado mejor fiscal del mundo, Francisco Barbosa, que se destacó en su lucha por quitarnos las ganas de ser colombianos).
Sin esforzarse ni quererlo demasiado (ahí ya está la gracia) Mujica juega en otra dimensión. Si se tratara de erigir igualmente un monumento en su honor sería a la modestia, al desinterés. Una oda al segundo plano. Con Mujica, la devaluada Cruz de Boyacá (hasta a un rejoneador impresentable como Luigi Echeverri se la dieron) es la que recibe el reconocimiento.
Sus aterrizados mensajes sobre la relevancia de la generosidad suenan a locura mística de lo maleado que está el barrio. Más allá de la cosa simbólica y protocolaria propia de la celebración, hay algo sustancial en querer evocar la integración regional de las ideas progresistas en tiempos de Bukele y Milei.