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“A los campesinos hay que obligarlos a cambiarse”: esta fue una de las últimas intervenciones de Paloma Valencia en el evento sobre drogas realizado por la Universidad de los Andes con candidatos a la Presidencia.
No fue esta la única salida en falso.
Juan Carlos Echeverry habló, impaciente, sobre la importancia de “saber de economía”. La importancia, también, de la pedagogía. La necesidad, repitió varias veces, de pensar el país desde las regiones.
A la fuerza o con educación inevitablemente bogotana, uno y otro estaban de acuerdo con el glifosato como estrategia última.
Rafael Nieto, otro buen amigo del glifosato, fue mucho más literal (si no es que cínico) a la hora de discutir la pregunta sobre cuál sería su política de drogas: “Hoy está fuera de discusión (internacional) la posibilidad de la legalización”.
Paloma Valencia, poética, inspiradora (y quizás glotona), salió con un “si legalizamos la coca, mañana nos tocaría comer mucho banano pues no podríamos exportarlo”.
Juan Fernando Cristo, Roy Barreras, Alejandro Gaviria, Juan Manuel Galán, Camilo Romero y Gustavo Petro contestaron con algunas diferencias entre ellos, pero claramente lejos de la apuesta uribista.
Cristo repitió lo de la cansada intervención integral en el territorio; Roy Barreras (que se dejó llevar por el lugar común de “el narcotráfico es la peor enfermedad”) trató de parecer rotundo en su disgusto frente al prohibicionismo, como lo fue mucho más Gaviria; Galán, igual pero menos; Romero, con su “territorios y no escritorios”, marcó alguna pausa, y Petro volvió a la reforma agraria.
Un debate, en fin, en el que hicieron falta fuegos pirotécnicos.
Quisiera uno que denunciaran, también en bloque, la genealogía de una política de drogas impuesta. La misma que, en lo que tiene que ver con el glifosato, prácticamente arranca en Vietnam con el agente naranja y de batalla en batalla antisubversiva bien podría ser considerada un ecocidio.