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En el mundo de la cultura visual, todo lo que brilla es oro si lo exhibe la persona indicada.
Por ejemplo, no hace mucho que vimos cómo en manos de un demagogo como Nayib Bukele, que repite presidencia en El Salvador con deriva autoritaria y altísimos niveles de popularidad, presos rapados y encadenados, obligados a mirar hacia abajo en una coreografía de cuerpos tatuados, fueron expuestos visualmente en redes sociales. Más allá de la indignación de sectores considerables de la comunidad internacional todavía comprometidos con la defensa de los derechos humanos, otros celebraron las imágenes. De nada valieron las denuncias de la prensa independiente y perseguida sobre redadas indiscriminadas o acuerdos negados entre gobierno y jefes de bandas: se impuso el relato de la seguridad.
Adiós a los derechos humanos. Y no es que no se viera la violación de los derechos. Es que se invisibilizaron los humanos. A ese mismo espectáculo de la deshumanización le apunta Trump con su política migratoria. Que por supuesto que no arrancó con él y obedece también a un esfuerzo colectivo y bipartidista (la militarización de la frontera con México ocurre en predios del Partido Demócrata, mucho antes de la intensificación de la retórica del muro).
Convertir a los migrantes en criminales ni siquiera es monopolio de los gringos, como bien lo saben en la Europa de Wilders, Meloni, Le Pen, Orbán y demás amigos cercanos de una derecha que cogobierna. Una derecha que ya no se considera electoralmente extrema.
Sus maneras no serán las más ortodoxas (grandilocuente y ensimismado en sus tediosas mariposas amarillas), pero al exigir un trato digno para los migrantes deportados, el presidente Petro logró un pequeño cortocircuito. Una chispa, un estallido de empatía (la dignidad de los migrantes venezolanos también espera) para resistir en una red de populismo y prácticas iliberales planetaria que sus críticos, por cinismo o estrategia, insisten en omitir.
