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En el último mensaje suyo que tengo grabado en el celular mandó “picos y apapachos”. La partida de Betto es una putada. Me declaro en negación. Del amigo y colega entrañable muchos podrán dar fe. Del profesor universitario también. Del músico: ni hablar. Quisiera volver, entre tanto, al arte de sus caricaturas. Un oficio muy serio.
Las caricaturas relajan e ilustran las páginas de opinión. Como era de esperarse en un mamagallista profesional, así lo expresaba: “de todas las papayas uno escoge la más grande”. La broma fácil fue parte del repertorio, por supuesto. Pero su misión no se limitaba a la del matachín que ocasionalmente produce risa. Hubo siempre más en juego.
En las épocas en que Uribe Vélez era la voz autoritaria que gobernaba, Betto supo reducirlo a sus justas proporciones. Diminutas todas. Acostumbrado a administrar el país con mano tiesa y sermones, el expresidente cobró vida en las páginas de El Espectador en las situaciones más ridículas. Cuando la noticia era que Uribe andaba por ahí persiguiendo opositores, también aparecía dibujado en vestido de baño, nadando con flotador. Lo mismo hizo con Santos. Y con Duque.
El punto no era tomarse tan en serio como para pretender que una caricatura pudiera tumbar un gobierno. Pero la idea tampoco era agregar a las voces aduladoras y el concierto de aplausos. Si hubiese una aburrida función social de la caricatura, en el caso de Betto esta iría por los lados de la exageración y la ironía. O la sátira. La deformación. De una caricatura socialmente responsable se esperaría, en el mundo que nos trazó Betto, algún irrespeto.
“Caricatura con elogios no tiene chiste”, contestó alguna vez en una entrevista. Y para cuando todo está jodido y difícil, como en el día a día de muchas noticias colombianas: “El humor es el último recurso, no resuelve problemas pero nos da otra perspectiva”.
Buen viaje maestro.