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Era el año 70 o 71 (si mi memoria no falla) cuando una tarde Gabo, quien por esos días estaba en Barranquilla, llamó a El Espectador para revelarnos que ese día, en un vuelo de Air France con destino a Lima, Vargas Llosa hacía escala en Bogotá. Efectivamente a las cinco, tras abrirse las puertas del avión, salió con su esposa Patricia, quien cargaba un bebé de brazos. En esa época a los periodistas se nos permitía deambular por esas zonas que hoy son limitadas a pasajeros y funcionarios.
Me acompañaba un colega de El Tiempo, Leonel Giraldo. Y al vernos, en plan de reporteros, el maestro nos comentó: “¡Cómo, ustedes son de la CIA! ¿Cómo sabían que viajaba en este vuelo?”.
La pregunta no necesitaba respuesta porque nosotros lo que queríamos era saber la razón de su rompimiento con la revolución cubana, que se había producido por esos días. Nos explicó ampliamente sus razones, el viraje stalinista de Fidel y la autoconfesión del poeta Heberto Padilla.
La charla se desarrollaba en una pequeña sala de Air France en donde, además, se esperaba una llamada de Gabo que deseaba saludarlo, la cual jamás se produjo. “Traté infructuosamente de comunicarme y no fue posible. Si así funciona el conmutador de El Dorado, ¿cómo será la Torre de Control”, me comentó después.
Meses después me volví a encontrar con Vargas Llosa en el Festival Latinoamericano de Teatro de Manizales en donde sostuve con él una larga charla, no política porque el tema se había agotado, sino literaria que se publicó en el “Magazín dominical” de El Espectador. Allí anunció, por primera vez, que acababa de concluir un libro sobre García Márquez, que iba a llamar Historia de un deicidio. Me ofreció enviármelo, como en efecto sucedió.
Gabo y Vargas Llosa se distanciaron creo yo que fue más por razones políticas. Coincidencialmente, los dos fallecieron en Semana Santa. Que Dios los tenga en sus glorias, así sea de lejos.
