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En este país de delfines, es casi un imposible que un costeño del Caribe logre ser canciller. Han llegado a otras carteras, pero hay algunas que están destinadas a los del interior, a los de familias tradicionales de la estirpe. La Cancillería sigue reservada a los Holguín, los Sans de Santamaría, los Urdaneta, los Mallarino.
Cancilleres costeños, que yo recuerde, solo ha habido tres: Carlos Adolfo Urueta, político liberal, nacido en Ayapel (Córdoba), lo fue en 1821; Evaristo Sourdis, de Sabanalarga (Atlántico), nombrado por Rojas Pinilla; y el último, Fernando Araújo, cartagenero, designado canciller por Álvaro Uribe luego de su largo secuestro.
Hasta el presidente Petro, que se precia de ser de izquierda, designó como canciller a Álvaro Leyva Durán, emparentado con Paloma Valencia, nieta del expresidente Guillermo León Valencia. Para enmendar la plana y ante el tema de los pasaportes le tocó sacarlo y designar a Luis Gilberto Murillo, el primer chocoano y negro que llega al cargo.
Pues una reciente novela, La mujer del canciller, de Dora Glottman, muestra a un personaje ambicioso, barranquillero, Andrés Palacio, a quien nombran canciller y pretende ser presidente de la República. Está bien que aspire a ser primer mandatario en donde ya vemos cuántos están haciendo cola para el 2026. Pero, ¿canciller? ¿Y de Barranquilla? ¡Jamás! Si acaso Benedetti.
No quiero ocuparme de los méritos literarios y menos de las infidelidades del personaje, pero me pregunto: ¿por qué cuando se trata de esa clase de conductas tienen que acudir a los varones de la costa atlántica? Es que mientras a los del Caribe se les niega llegar al Ministerio Relaciones Exteriores, son los precisos para los cuentos de alcoba, es decir, para el manejo de las relaciones interiores.
Lo que hace la ficción, querida Dora.