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Debo reconocer que cometí un error en mi columna de la semana pasada cuando dije que los radicales acudían a la jugadita: Núñez se retiraba de la Presidencia, dejaba a un encargado para no inhabilitarse y luego se lanzaba a la reelección. ¡Cómo lo iban a hacer los radicales, si eran sus enemigos! En vez de decir radicales, debí hablar de los de la regeneración.
Pero en lo que sí me ratifico —contrario a lo que me anota un lector— es en que a Núñez no le gustaba gobernar sino ganar elecciones. En eso era un de… voto.
Después de su primera presidencia (1880-1882) se eligió para reemplazarlo a Francisco Javier Zaldúa, un anciano, a quien los radicales le decían que era “un viejo moribundo, de inteligencia apagada y biombo detrás del cual se ocultan los pensamientos de prorroga de Núñez”. Pero el anciano no le marchó (“¿de que me hablas, viejo?). Y Núñez le hizo la guerra, tanto que declaró: “ni me someto, ni renuncio, ni me muero”. Y se murió.
Y contrario a lo que se esperaba, Núñez, que era designado, no asumió el cargo. Lo hizo el segundo designado.
Después Núñez fue elegido por segunda vez, y tampoco se posesionó. Lo hizo el primer designado Ezequiel Hurtado. Luego vino la guerra y la Constitución de 1886 que Núñez no la quiso sancionar y encargó de la Presidencia a José María Campo Serrano, quien la puso en vigencia como designado. Posteriormente los encargados serían, con la nueva Carta, Eliseo Payán, Carlos Holguín, Miguel Antonio Caro, Antonio Cuervo y Guillermo Quintero Calderón.
Gracias a la jugadita de sus amigos de la regeneración (no de los radicales), queda demostrado que a Núñez le gustaba ganar elecciones pero no gobernar. Prefería quedarse en Cartagena, en el Cabrero, consumiendo Kola Román.
Algo parecido a lo que ocurrió en Argentina, reeligiendo a la señora Kirchner.