Recuerden este nombre, Miller Prada. Creció en Bogotá rodeado de mujeres a las que supo escuchar y de quienes aprendió las artes que quizás sean más significativas a la hora de saber vivir, crecer juntos en paz y crear.
“Recuerdo nuestros desayunos en una casa de campo en las afueras de la ciudad”, nos cuenta mientras practica su arte con la delicadeza de un pintor y el entusiasmo de un filósofo a punto de encontrar la verdad. “Le pregunté a la tía abuela si podía servirme otro plato de los huevos revueltos que acababa de cocinar. Me preguntó si yo sabía hacerlos. Yo no sabía así que me llevó dentro para enseñarme. Ella usaba una estufa de leña. Es una de mis primeras memorias de cocina”.
Miller sonríe. En su sonrisa, la imaginación del adulto da paso a la imaginación del niño. Hace frío en Londres, pero aquí dentro una familia colombiana vuelve a reunirse entre los recuerdos y el humo de la estufa.
La historia de Miller me hace recordar a mis tías guajiras, Alicia y Josefa. Cuando era adolescente, papá me dijo que debía pasar un tiempo con ellas, ir de ranchería, y aprender de ellas a saborear el Caribe de su niñez. “Que sabes hacer? Preguntó la tía Alicia cuando me presenté en su casa”. Le dije que sabía montar en monopatín y que estaba intentando sacar algunas canciones de The Cure en la batería. Dirigiéndose a la tía Josefa, le dijo: “Mija, este muchacho no sabe nada. Llévatelo pa la cocina”.
Esos días entre Bogotá, La Guajira y Santa Marta fueron los mejores de mi vida temprana. Antes de la apoteosis de la guerra en Colombia. No aprendí lo suficiente de cocina, pero a los compadres y las tías debo el amor por la poesía y las historias. Cocineras y palabreras.
Miller supo aprovechar mejor la primera de esas artes. A los dieciséis años trabajaba después del colegio en un restaurante cuyo menú resonaba con las creaciones de los artistas que lo visitaban. Poco después salió del país por primera vez, rumbo a Sídney, Australia.
“Me enamoré de la prisa y los movimientos de la cocina”, nos cuenta. Miller no cocina, baila. Quizás por ello sus platos no solo tienen un sabor extraordinario, tienen ritmo y movimiento.
Después de Hong Kong, Miami, y Dubai regresó a Latinoamérica. En Lima, se entrenó en Le Cordon Bleu y capoeira. Cuando le negaron la visa para Francia, fue su maestro de capoeira quien le sugirió ir a Inglaterra. Allí podría encontrar a los cocineros de los más diversos rincones del planeta. Jason Atherton, Brett Graham. Luego, quien sería su mentor, Endo Kazutoshi. Este último le enseñó una de las artes más difíciles de aprender: como hacer alianzas, formar un equipo.
Nadie crea solo. Aprender a vivir sin maestros tras haber aprendido de ellos significa crear un equipo y aprender a crear juntos. Es una lección de la cocina que bien le vendría a Colombia. A su arte, a su literatura, y a su política, que asumen todavía la fantasía romántica del genio solitario. No. Lo importante es el quehacer juntos. Otra lección de las tías abuelas.
Hace unos meses, Miller y su equipo abrieron un lugar maravilloso en Mayfair. Se llama Humo. Un encuentro entre la apreciación asiática por no reaccionar de manera inmediata aun en medio de la prisa y el recuerdo colombiano de la cocina al fuego vivo de la leña. No soy critico de cocina, pero se me antojan aquí una danza y una filosofía. “Nuestra filosofía es que cada especia de árbol y de madera tiene características propias… Cuando pensaba el concepto de nuestra cocina comencé en el lugar que más disfrutaba: la madera, la parrilla. ¿Detrás? Las ascuas. La madera…” ¿Y tras la madera?
Hace una semana, Miller y su equipo recibieron su primera estrella Michelin. Pero no es eso lo que más importa al chef Miller Prada. Es el poder recordar con nosotros, compartir con sus comensales, estar al frente del fuego, hacer hablar a y hablarnos de la madera. Su generosidad es lo que hace presente en esta fría ciudad, en este fuego vivo de la madera, el espíritu de sus tías abuelas y las mías. Ellas están aquí a través de las historias, en ellas, y en los platos de este artista que crea mientras recuerda y en cuya cocina están la casa de campo y las abuelas.
Colombia, que existe solamente cuando se está fuera de ella, debe su belleza a gente como Miller Prada. No estamos en un restaurante. Humo es el bosque que es la escuela.
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Recuerden este nombre, Miller Prada. Creció en Bogotá rodeado de mujeres a las que supo escuchar y de quienes aprendió las artes que quizás sean más significativas a la hora de saber vivir, crecer juntos en paz y crear.
“Recuerdo nuestros desayunos en una casa de campo en las afueras de la ciudad”, nos cuenta mientras practica su arte con la delicadeza de un pintor y el entusiasmo de un filósofo a punto de encontrar la verdad. “Le pregunté a la tía abuela si podía servirme otro plato de los huevos revueltos que acababa de cocinar. Me preguntó si yo sabía hacerlos. Yo no sabía así que me llevó dentro para enseñarme. Ella usaba una estufa de leña. Es una de mis primeras memorias de cocina”.
Miller sonríe. En su sonrisa, la imaginación del adulto da paso a la imaginación del niño. Hace frío en Londres, pero aquí dentro una familia colombiana vuelve a reunirse entre los recuerdos y el humo de la estufa.
La historia de Miller me hace recordar a mis tías guajiras, Alicia y Josefa. Cuando era adolescente, papá me dijo que debía pasar un tiempo con ellas, ir de ranchería, y aprender de ellas a saborear el Caribe de su niñez. “Que sabes hacer? Preguntó la tía Alicia cuando me presenté en su casa”. Le dije que sabía montar en monopatín y que estaba intentando sacar algunas canciones de The Cure en la batería. Dirigiéndose a la tía Josefa, le dijo: “Mija, este muchacho no sabe nada. Llévatelo pa la cocina”.
Esos días entre Bogotá, La Guajira y Santa Marta fueron los mejores de mi vida temprana. Antes de la apoteosis de la guerra en Colombia. No aprendí lo suficiente de cocina, pero a los compadres y las tías debo el amor por la poesía y las historias. Cocineras y palabreras.
Miller supo aprovechar mejor la primera de esas artes. A los dieciséis años trabajaba después del colegio en un restaurante cuyo menú resonaba con las creaciones de los artistas que lo visitaban. Poco después salió del país por primera vez, rumbo a Sídney, Australia.
“Me enamoré de la prisa y los movimientos de la cocina”, nos cuenta. Miller no cocina, baila. Quizás por ello sus platos no solo tienen un sabor extraordinario, tienen ritmo y movimiento.
Después de Hong Kong, Miami, y Dubai regresó a Latinoamérica. En Lima, se entrenó en Le Cordon Bleu y capoeira. Cuando le negaron la visa para Francia, fue su maestro de capoeira quien le sugirió ir a Inglaterra. Allí podría encontrar a los cocineros de los más diversos rincones del planeta. Jason Atherton, Brett Graham. Luego, quien sería su mentor, Endo Kazutoshi. Este último le enseñó una de las artes más difíciles de aprender: como hacer alianzas, formar un equipo.
Nadie crea solo. Aprender a vivir sin maestros tras haber aprendido de ellos significa crear un equipo y aprender a crear juntos. Es una lección de la cocina que bien le vendría a Colombia. A su arte, a su literatura, y a su política, que asumen todavía la fantasía romántica del genio solitario. No. Lo importante es el quehacer juntos. Otra lección de las tías abuelas.
Hace unos meses, Miller y su equipo abrieron un lugar maravilloso en Mayfair. Se llama Humo. Un encuentro entre la apreciación asiática por no reaccionar de manera inmediata aun en medio de la prisa y el recuerdo colombiano de la cocina al fuego vivo de la leña. No soy critico de cocina, pero se me antojan aquí una danza y una filosofía. “Nuestra filosofía es que cada especia de árbol y de madera tiene características propias… Cuando pensaba el concepto de nuestra cocina comencé en el lugar que más disfrutaba: la madera, la parrilla. ¿Detrás? Las ascuas. La madera…” ¿Y tras la madera?
Hace una semana, Miller y su equipo recibieron su primera estrella Michelin. Pero no es eso lo que más importa al chef Miller Prada. Es el poder recordar con nosotros, compartir con sus comensales, estar al frente del fuego, hacer hablar a y hablarnos de la madera. Su generosidad es lo que hace presente en esta fría ciudad, en este fuego vivo de la madera, el espíritu de sus tías abuelas y las mías. Ellas están aquí a través de las historias, en ellas, y en los platos de este artista que crea mientras recuerda y en cuya cocina están la casa de campo y las abuelas.
Colombia, que existe solamente cuando se está fuera de ella, debe su belleza a gente como Miller Prada. No estamos en un restaurante. Humo es el bosque que es la escuela.
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