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La peor amenaza para la seguridad mundial y la preservación de la democracia proviene de quienes financian o incitan a las derechas y ultraderechas, cada vez más indistinguibles, no de los progresismos y las izquierdas. Escribiendo esta semana para el diario británico The Guardian, la investigadora y periodista Carole Cadwalladr, nos invita a reflexionar sobre el tema al hacer la siguiente pregunta: “Faltan apenas tres meses para las elecciones presidenciales [en los Estados Unidos]. ¿Qué puede suceder si el billonario decide no reconocer los resultados? ¿Y qué si él decide que hemos sobreestimado la democracia?”.
Como bien saben los lectores, esto de no reconocer los resultados electorales parece haberse puesto de moda. También constituye el principal tópico de los opinadores. Expresidentes, novelistas, entendidos y no tanto, todos a una expresan su opinión sobre el tema. La diferencia entre ellos y periodistas como Cadwalladr es, sin embargo, notable. La pregunta que ella nos hace tiene como referente a Elon Musk, el billonario norteamericano, y a quienes, como él, usan los medios masivos más y menos nuevos para tergivesar, dirigir, o “predecir” la voluntad popular y de esta manera proteger sus intereses de clase. Sí, de clase. Ese concepto que, una vez traído del cielo a la tierra, los expresidentes, novelistas y otros opinadores prefieren evitar cuando se refieren a estos temas. “Si Musk decide ‘predecir’ una guerra civil en los Estados Unidos, ¿cómo se vería eso?”, pregunta Cadwalladr. Es decir: ¿cómo aparece tal mensaje en la esfera pública? ¿Cómo lo percibiríamos? ¿De qué manera afectaría esa apariencia nuestro imaginario individual, social y político? O lo que es lo mismo: ¿cómo nos imaginamos hoy fenómenos tales como la guerra y, también, la paz? En otras palabras, todo aquello que las instituciones jurídicas y democráticas buscan limitar o abolir (la guerra) y preservar (la paz).
La voluntad general, que no debe confundirse ni con el ideal de la voluntad, ni con la voluntad mayoritaria ni mucho menos con la voluntad de los más ricos. Al contrario de los opinadores, Cadwalladr hace la pregunta correcta porque ha investigado con suficiencia metódica aquello de lo que habla y por lo tanto es consciente de lo que hace diferente nuestra experiencia y los mecanismos de su generalización en el siglo XXI. Políticamente hablando, ello quiere decir que necesitamos distinguir con mayor precisión la experiencia cotidiana y el contexto de la esfera pública actual, posclásica. Que no es ya la de los siglos XVIII y XIX. Ni siquiera la del veinte y la Guerra Fría. Dicho contexto no es ya el que inspiró al liberalismo en su época de mayor apogeo. El de la prensa escrita ilustrada, progresista, cuyas opiniones eran sometidas a debate por ciudadanos reconocidos, más o menos informados, en los cafés y las plazas de las grandes urbes y los centros imperiales o metropolitanos. Ese contexto no es el nuestro. No importa cuánta nostalgia podamos sentir por aquella época. Tampoco importa nuestro gusto por la narrativa supuestamente realista de ese momento, caracterizada por su maestría a la hora de distanciarse de los fenómenos y moverse hacia atrás en busca del origen de las cosas. Dicho aspecto de la imaginación, el que enfatizaron pensadores como Kant, no basta para investigar la experiencia política hoy. Como nos enseñan Jesús Martin-Barbero o Santiago Castro-Gómez, entre nosotros, y Stuart Hall en el caso británico, hay otro movimiento de la imaginación al que deberíamos prestar igual o mayor atención. El que remite lo actual, lo que aparece y cómo aparece en el presente, con el conjunto de las variaciones y derivaciones que comienzan a hacerse visibles en el espacio de las posibilidades. Es decir, lo que el presente puede llegar a ser la próxima vez.
De allí las preguntas que nos ofrece la periodista británica. No son contrafactuales. Nos invitan a reflexionar lo posible que aparece justo al lado o adelante y que, sin embargo, no vemos aún. Ello le permite observar la relación que existe entre fenómenos que a primera vista parecen inconexos. Como, por ejemplo, la relación entre los desórdenes protagonizados por ultraderechistas en las calles de Inglaterra hace unos días, la justificación de tales actos por parte de políticos y potentados más y menos conservadores, más y menos respetables, y el racismo sin contención que se propaga como un incendio a través de múltiples plataformas, como la X de Musk, que amplifican y distribuyen de manera precisa dichos prejuicios, las mentiras y las opiniones asociadas a ellos para beneficiar sus intereses particulares, de clase, o hacerlos aparecer como si fuesen la voluntad general.
Cadwalladr va más allá: “Por ahora, las calles de Inglaterra se han acallado”, dice. “Pero esto es Gran Bretaña, donde la violencia política extrema tiende a encarnarse en alguien tirando un ladrillo o una silla. En los Estados Unidos, en cambio, no solo existen armas automáticas y el derecho a llevarlas, sino que también hay milicias organizadas aquí y ahora… los Estados Unidos se enfrentan a un momento de singular peligro, gane quien gane las elecciones”.
He aquí una lección para todos nosotros, opinadores, analistas, y lectores. “Pues como Trump ya nos ha mostrado, y como comprendió Jair Bolsonaro, ya ni siquiera basta ni se trata de ganar las elecciones”. En Gran Bretaña, como dice Cadwalladr, “el canario en la mina ya cantó”. Pero la próxima vez se trata de lo que pueda pasar en las Américas. “El billonario dueño de una plataforma mediática ha confrontado al líder electo”, en este caso el primer ministro británico Keir Starmer, “para socavar la autoridad de las instituciones e incitar a la violencia”. Y sentencia: “Los disturbios del verano inglés del 2024 fueron el globo atmosférico de prueba de Elon Musk”.
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