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Cuando éramos más jóvenes, en esta época esperábamos con entusiasmo las listas de lo mejor del año. Desde las 40 mejores canciones de rock del año en 88.9 hasta los 14 cañonazos bailables que animarían la fiesta del 31 de diciembre. Para nosotros eran parte de un ritual: resumimos lo mejor y lo peor de lo que ha pasado en el año con el fin de que este termine de pasar y de tal manera enfrentar sin temor, sin garantías, pero con esperanza lo que viene. Confieso que aún mantengo un enorme entusiasmo por la fiesta que saluda el Año Nuevo. La imagen de un nuevo comienzo, uno capaz de mantener la fuerza de esa novedad como la diferencia entre el pasado y el futuro que ni separa a este de aquel ni los confunde en una mera secuencia, me parece mucho más satisfactoria que la mirada pesimista ad eternum y la nostalgia que hoy se confunden con el realismo.
Para que nos entendamos, la perspectiva del pesimista eterno nos dice que nada cambia y que no importa cuán animados sean nuestros esfuerzos, todo será igual, pues constituyen tan solo de una gota de agua en el océano. Su opuesto, en apariencia, es la mirada sentimental del nostálgico que clama por el retorno de un pasado que se ha perdido o anhela la vuelta a una condición irrecuperable. Se trata de una oposición aparente, pues en realidad ambos tienen en común el miedo a la novedad y afirman la necesidad de retener algo de lo cual poder agarrarse —llámeselo ‘valores’ o ‘moral’— y que nos permita defendernos frente a la incertidumbre.
Ambas actitudes —miedo a la novedad y lo incierto— cultivan y culminan en una mentalidad defensiva, relativista, y nihilista. Al final, se nos dice, todo da igual y es lo mismo. A partir de esa premisa resulta fácil pasar al relativismo ético —todo da igual y es más de lo mismo—. Toda opinión vale lo mismo y no hay diferencia alguna que haga la diferencia. Ni la diferencia entre derecha e izquierda, ni la diferencia entre la opinión y la verdad.
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Entonces, da lo mismo lo que diga la ciencia sobre el cambio climático, pues soy libre de opinar que se trata de un complot de izquierdas y esa opinión tiene el mismo valor que la de los científicos, los historiadores o los filósofos políticos que se pasan la vida estudiando cómo y por qué aquello que nos parece familiar y necesario -el fruto de lo que ha sido y siempre será- en verdad no lo es. Y de ese profundo relativismo defensivo que afirma ‘no prestes atención a la ciencia o la filosofía, cree tan solo en lo que sientes en las vísceras,’ solo hay que dar un paso al ‘y yo voy a decirte que es lo que sientes de manera visceral y contra quien hay que dirigirlo’. Que es lo que dicen los de Vox en España, los de Milei en Argentina (o sea, los de Macri) y sus equivalentes entre nosotros.
Sin las opiniones más o menos extendidas, de acuerdo con las cuales hay que temer a lo extraño, lo incierto, o la nueva ‘oleada’ de extraños sería mucho más difícil para los autoproclamados líderes y demás políticos ‘decisionistas’ justificar sus propuestas para construir muros más altos, desregular aún más los mercados, borrar más derechos, apisonar Gaza, o deportar al ‘terrorista musulmán’ disfrazado de refugiado sirio o al ‘africano hambriento’ disfrazado de peticionario de asilo a Ruanda o cualesquiera otra de las zonas tórridas del globo. Y aquí vuelvo a los listados de lo mejor del 2023. En mi caso, el mejor libro, Una deuda impagable, escrito por la filósofa brasilera Denise Ferreira da Silva. El libro no solamente denuncia estas actitudes de miedo a la novedad y la incertidumbre, sino que propone también nuevas herramientas críticas para apoyar una intervención ético-política que pueda dejar en el pasado la capacidad de los esencialismos identitarios y las apelaciones a la diferencia cultural para producir una división ética infranqueable. Y lo hace utilizando uno de los más poderosos relatos de ciencia ficción, Parentesco (Kindred, en el original inglés) de Octavia Butler.
Mi segundo ítem en la lista de lo mejor del 2023 también apela a la ciencia ficción. Se trata de la serie de televisión Soy Virgo (I’m a Virgo) de Boots Riley. Se la puede ver como una subversión del género de las películas de superhéroes y en tal sentido es profética dada la mala fortuna de las franquicias de Marvel y DC en las pantallas. Uno de los personajes centrales se autodenomina el Héroe, una mezcla entre Elon Musk y Javier Milei, quien se dedica a vigilar y reprimir para defender la libertad, así ello implique sacrificarla. Su némesis es la extraña alianza entre tres personales aún más extraños: un adolescente llamado Cootie, cuya anatomía lo condena a vivir entre el confinamiento y el miedo de sus familiares; Flora, quien vive a toda velocidad y para quien el resto del mundo parece moverse en cámara lenta, y mi personaje favorito, Jones, una adolescente con una inusual capacidad para hacer ver a otros lo que ellos mismos preferirían no ver.
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Boots Riley creció escuchando a Rage Against the Machine, Jello Biafra y Billy Bragg. Quizás por ello su arte es todo menos didáctico. “No estoy interesado en crear conciencia o algo por el estilo,” afirma Riley, “me interesa hacer que la gente sienta que algo o alguien con quienes pueden entrar en conexión y participar en ello,” no solamente que les digan que sentir o que hacer. “A comienzos de la década de 2020, cuando hice Sorry to Bother You (acerca de unos trabajadores que se organizan en una empresa que no admite sindicatos) me llamaban y decían: ‘tenemos miedo, nos preocupa unirnos en el lugar de trabajo’. Así que hacíamos eventos en donde se proyectaba la película y la gente después votaba irse a la huelga. Nos ocurrió una docena de veces.”
Planea hacer algo similar con Soy Virgo, y en la antesala de una posible reelección de Trump en 2024, nada parece más oportuno. Estos son mis dos regalos de fin de año. Una lista corta de lo mejor del año. Son un antídoto contra el miedo a la novedad y la incertidumbre. Y un motivo de esperanza para al año que viene.
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