Corren vientos de guerra. Del genocidio en Gaza, de acuerdo con las conclusiones de Amnistía Internacional, a la violenta represión del movimiento de protesta en Mozambique que nadie reporta. Y desde Medio Oriente hasta Ucrania, cuyo contraste obliga preguntarse si es que ahora existen buenos crímenes de guerra y malos crímenes de guerra. Dobles estándares, contradicciones insostenibles, falsas apariencias.
Parecería que en vez de actuar para abolir ahora y en el futuro el crimen de la ocupación y la guerra, como lo pide el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas, nos conformamos con discutir si esta o aquella intervención en particular es más o menos proporcional, más o menos justificada en relación con el número de cuerpos contados y desdeñados como bajas o positivos o daño colateral, más o menos “humana.”
León Tolstoi advertía a los fundadores de la Cruz Roja Internacional que humanizar la guerra podría ser insuficiente y hasta contraproducente, pues el objetivo real consistía en abolirla. ¿Pero es posible abolir la guerra y la violencia sistemática que la lleva en su interior como las nubes llevan la lluvia, o es ella parte de la naturaleza humana?
Cuando era niño, durante el apogeo de la guerra en Colombia, mis padres y sus compadres se sentaban alrededor de una barbacoa tras largos meses de trabajo duro para celebrar el fin de año. Se contaban historias, intercambiaban pasos de baile, vinilos, secretos de sistemas de sonido y otros regalos. Se movían hacia atrás y saltaban arriba y abajo. Bailando, cruzando un umbral de la memoria y el tiempo-espacio como los personajes de los cuentos indígenas y caribeños. Como los gemelos del Libro del Pueblo conocido como Popol Vuh, o los animales del río Magdalena que se retiran caminando hacia las grietas para poder ver a los enemigos e imaginar un día nuevo. Estos dones de la memoria eran preciosos para nosotros. Moviéndose por los estratos del pasado, nuestros padres y parientes miraban hacia adelante. Mezclando materia ficticia y no ficticia, fantástica y precisa, producían otras composiciones de luz, sonido, y palabra y al hacerlo convocaban el coraje plebeyo para vivir esas nuevas visiones. No solo nos enseñaron que el pasado nunca pasa del todo, como decía William Faulkner, sino que está por venir.
Como dice mi amigo Roberto, nadie sabe el pasado que le espera. Ello significa que de la fuerza de los mundos que nos precedieron, que nos legaron un planeta dañado y la apoteosis de la guerra en las tierras de nuestra infancia, debemos reclamar uno nuevo. Uno mejor. Aquí y ahora. Para hacerlo, tendríamos que organizarnos alrededor de eso que no sabemos que nos espera. Y que no da espera. “La necesidad de este cambio existe en su estado volcánico e impetuoso en las conciencias de los hombres y las mujeres subyugadas,” decía Fanon, “pero la posibilidad de ese mismo cambio también aparece como un futuro aterrador a aquellos hombres y mujeres cuya conciencia es la de pertenecer a una especie diferente: la del colonizador” y los señores de la guerra.
Así las cosas, la descolonización y su principio (abolir la guerra) se proponen como un nuevo criterio de acción para cambiar el orden del mundo de manera significativa. Por supuesto, para el actual orden de cosas ello tan solo puede parecer como un manifiesto para el más completo desorden.
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Corren vientos de guerra. Del genocidio en Gaza, de acuerdo con las conclusiones de Amnistía Internacional, a la violenta represión del movimiento de protesta en Mozambique que nadie reporta. Y desde Medio Oriente hasta Ucrania, cuyo contraste obliga preguntarse si es que ahora existen buenos crímenes de guerra y malos crímenes de guerra. Dobles estándares, contradicciones insostenibles, falsas apariencias.
Parecería que en vez de actuar para abolir ahora y en el futuro el crimen de la ocupación y la guerra, como lo pide el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas, nos conformamos con discutir si esta o aquella intervención en particular es más o menos proporcional, más o menos justificada en relación con el número de cuerpos contados y desdeñados como bajas o positivos o daño colateral, más o menos “humana.”
León Tolstoi advertía a los fundadores de la Cruz Roja Internacional que humanizar la guerra podría ser insuficiente y hasta contraproducente, pues el objetivo real consistía en abolirla. ¿Pero es posible abolir la guerra y la violencia sistemática que la lleva en su interior como las nubes llevan la lluvia, o es ella parte de la naturaleza humana?
Cuando era niño, durante el apogeo de la guerra en Colombia, mis padres y sus compadres se sentaban alrededor de una barbacoa tras largos meses de trabajo duro para celebrar el fin de año. Se contaban historias, intercambiaban pasos de baile, vinilos, secretos de sistemas de sonido y otros regalos. Se movían hacia atrás y saltaban arriba y abajo. Bailando, cruzando un umbral de la memoria y el tiempo-espacio como los personajes de los cuentos indígenas y caribeños. Como los gemelos del Libro del Pueblo conocido como Popol Vuh, o los animales del río Magdalena que se retiran caminando hacia las grietas para poder ver a los enemigos e imaginar un día nuevo. Estos dones de la memoria eran preciosos para nosotros. Moviéndose por los estratos del pasado, nuestros padres y parientes miraban hacia adelante. Mezclando materia ficticia y no ficticia, fantástica y precisa, producían otras composiciones de luz, sonido, y palabra y al hacerlo convocaban el coraje plebeyo para vivir esas nuevas visiones. No solo nos enseñaron que el pasado nunca pasa del todo, como decía William Faulkner, sino que está por venir.
Como dice mi amigo Roberto, nadie sabe el pasado que le espera. Ello significa que de la fuerza de los mundos que nos precedieron, que nos legaron un planeta dañado y la apoteosis de la guerra en las tierras de nuestra infancia, debemos reclamar uno nuevo. Uno mejor. Aquí y ahora. Para hacerlo, tendríamos que organizarnos alrededor de eso que no sabemos que nos espera. Y que no da espera. “La necesidad de este cambio existe en su estado volcánico e impetuoso en las conciencias de los hombres y las mujeres subyugadas,” decía Fanon, “pero la posibilidad de ese mismo cambio también aparece como un futuro aterrador a aquellos hombres y mujeres cuya conciencia es la de pertenecer a una especie diferente: la del colonizador” y los señores de la guerra.
Así las cosas, la descolonización y su principio (abolir la guerra) se proponen como un nuevo criterio de acción para cambiar el orden del mundo de manera significativa. Por supuesto, para el actual orden de cosas ello tan solo puede parecer como un manifiesto para el más completo desorden.
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