Me preguntan cómo responder al triunfo de Trump. Parte de la respuesta se encuentra en las protestas contra el retorno de Trump a la Casa Blanca que tuvieron lugar en los Estados Unidos la semana pasada. Otros me advierten, sin embargo, que también los partidarios de Trump han salido a la calle. Circula en redes una imagen que muestra a un grupo de encapuchados con banderas negras y esvásticas tomada al parecer en las calles de Columbus, Ohio, esta semana. Les respondo que eso no es una protesta. Protestar es hacer visible el hecho de que la justicia está ausente. No solo, y no tanto, porque tenemos la esperanza de un futuro mejor sino antes bien porque esperamos salvar el presente sin importar lo que venga. ¿Pero cuán largo es el presente?
Protestamos aquí y ahora porque no hacerlo sería aceptar ser reducidos al silencio y a la nada. Puede que en el futuro la justicia sea establecida. Pero si dicho futuro corresponde al muy largo plazo, es dable pensar que la vaguedad de una tal expectativa no baste para sostener nuestras demandas. Y si se encuentra en el muy corto plazo, entonces corremos el riesgo de comprometer nuestras demandas. Por ejemplo, abolir el hambre y la pobreza como propone la declaración final del G20 reunido esta semana en Brasil. O poner fin a la guerra y no solo hacerla más ética, más calculada o humanitaria, y sus armas más precisas. Es el riesgo que apuntaba León Tolstoi en su reflexión acerca de los esfuerzos llevados a cabo por los fundadores de la Cruz Roja Internacional.
Como sugería el escritor ruso, humanizar la guerra puede tener un efecto contrario al que queremos pues la hace más tolerable. En vez de oponernos y protestar contra el crimen de la guerra y la ocupación aquí y ahora puede resultarnos más fácil oponernos, en general, a los crímenes de guerra. También corremos el riesgo de que los señores de la guerra, los colonizadores y los que han ocupado de manera injusta beneficiándose económicamente de dicha ocupación decidan hacer sus prácticas de guerra y acumulación más precisas y calculadas de manera que parezcan menos coloniales, menos terribles y hasta menos letales. Quizás al hacerlo ya no se sienten obligados a poner fin a la ocupación o la guerra.
La pregunta correcta en estos casos es: ¿Qué es lo que queremos? ¿Qué quieren las mujeres? ¿Qué quieren los inmigrantes, los empobrecidos, los indígenas y los que han sido racializados? ¿Qué quieren los guerreros y las clases dirigentes que se benefician de la guerra? Al sumergir el problema en la solución del deseo ampliamos el campo de la cuestión. La cuestión de nuestras vidas, precarias e impredecibles, y de nuestras subjetividades extrañas y fronterizas. No solo en el sentido en el cual la cuestión de la raza, por ejemplo, reaparece paralela a la de ser mujer, o trans, o de cierta clase. También en el sentido de que la vida del deseo es ella misma extraña y fronteriza, reflexiva y prerreflexiva.
“Lo que demandamos o decimos querer no es siempre lo que queremos realmente, y lo que queremos ahora puede resultar insuficiente cuando reflexionamos sobre ello y lo descartamos”, dicen los filósofos. Hay que dirimir con precisión en estos casos. Pero dirimir no es lo mismo que juzgar. Al menos no a la manera de la precisión pedante que toma el caso particular, le aplica una norma dada o su excepción y decide la situación de una vez por todas. Dicha precisión es pedante y pretoriana. Diríase, decisionista. Ese fue el marco en el cual nos educaron durante los años de la apoteosis de la guerra en las tierras de nuestra juventud.
En nuestras democracias autocolonizadas se nos formó para ver las cosas de cierta manera. Se nos enseñó que enfrentada a la crisis y la emergencia, la democracia liberal está obligada a preservar la ley mediante la fuerza pero que, como cualquier otro medio, dicha acción ejecutiva vigorosa y de autodefensa está limitada y justificada por fines más altos. Sin embargo, cuán lejos deba ir en el uso de dichos medios tiene que ver con la medida que sea necesaria para sostener las relaciones existentes. Por el momento quizás no podamos ponernos de acuerdo acerca de lo que queremos en el futuro. Pero podemos estar de acuerdo en que esto es lo que las clases dirigentes quieren hacer en el presente: tomar las mejores ideas provenientes de los movimientos sociales, y hacer de ellas algo terrible.
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Me preguntan cómo responder al triunfo de Trump. Parte de la respuesta se encuentra en las protestas contra el retorno de Trump a la Casa Blanca que tuvieron lugar en los Estados Unidos la semana pasada. Otros me advierten, sin embargo, que también los partidarios de Trump han salido a la calle. Circula en redes una imagen que muestra a un grupo de encapuchados con banderas negras y esvásticas tomada al parecer en las calles de Columbus, Ohio, esta semana. Les respondo que eso no es una protesta. Protestar es hacer visible el hecho de que la justicia está ausente. No solo, y no tanto, porque tenemos la esperanza de un futuro mejor sino antes bien porque esperamos salvar el presente sin importar lo que venga. ¿Pero cuán largo es el presente?
Protestamos aquí y ahora porque no hacerlo sería aceptar ser reducidos al silencio y a la nada. Puede que en el futuro la justicia sea establecida. Pero si dicho futuro corresponde al muy largo plazo, es dable pensar que la vaguedad de una tal expectativa no baste para sostener nuestras demandas. Y si se encuentra en el muy corto plazo, entonces corremos el riesgo de comprometer nuestras demandas. Por ejemplo, abolir el hambre y la pobreza como propone la declaración final del G20 reunido esta semana en Brasil. O poner fin a la guerra y no solo hacerla más ética, más calculada o humanitaria, y sus armas más precisas. Es el riesgo que apuntaba León Tolstoi en su reflexión acerca de los esfuerzos llevados a cabo por los fundadores de la Cruz Roja Internacional.
Como sugería el escritor ruso, humanizar la guerra puede tener un efecto contrario al que queremos pues la hace más tolerable. En vez de oponernos y protestar contra el crimen de la guerra y la ocupación aquí y ahora puede resultarnos más fácil oponernos, en general, a los crímenes de guerra. También corremos el riesgo de que los señores de la guerra, los colonizadores y los que han ocupado de manera injusta beneficiándose económicamente de dicha ocupación decidan hacer sus prácticas de guerra y acumulación más precisas y calculadas de manera que parezcan menos coloniales, menos terribles y hasta menos letales. Quizás al hacerlo ya no se sienten obligados a poner fin a la ocupación o la guerra.
La pregunta correcta en estos casos es: ¿Qué es lo que queremos? ¿Qué quieren las mujeres? ¿Qué quieren los inmigrantes, los empobrecidos, los indígenas y los que han sido racializados? ¿Qué quieren los guerreros y las clases dirigentes que se benefician de la guerra? Al sumergir el problema en la solución del deseo ampliamos el campo de la cuestión. La cuestión de nuestras vidas, precarias e impredecibles, y de nuestras subjetividades extrañas y fronterizas. No solo en el sentido en el cual la cuestión de la raza, por ejemplo, reaparece paralela a la de ser mujer, o trans, o de cierta clase. También en el sentido de que la vida del deseo es ella misma extraña y fronteriza, reflexiva y prerreflexiva.
“Lo que demandamos o decimos querer no es siempre lo que queremos realmente, y lo que queremos ahora puede resultar insuficiente cuando reflexionamos sobre ello y lo descartamos”, dicen los filósofos. Hay que dirimir con precisión en estos casos. Pero dirimir no es lo mismo que juzgar. Al menos no a la manera de la precisión pedante que toma el caso particular, le aplica una norma dada o su excepción y decide la situación de una vez por todas. Dicha precisión es pedante y pretoriana. Diríase, decisionista. Ese fue el marco en el cual nos educaron durante los años de la apoteosis de la guerra en las tierras de nuestra juventud.
En nuestras democracias autocolonizadas se nos formó para ver las cosas de cierta manera. Se nos enseñó que enfrentada a la crisis y la emergencia, la democracia liberal está obligada a preservar la ley mediante la fuerza pero que, como cualquier otro medio, dicha acción ejecutiva vigorosa y de autodefensa está limitada y justificada por fines más altos. Sin embargo, cuán lejos deba ir en el uso de dichos medios tiene que ver con la medida que sea necesaria para sostener las relaciones existentes. Por el momento quizás no podamos ponernos de acuerdo acerca de lo que queremos en el futuro. Pero podemos estar de acuerdo en que esto es lo que las clases dirigentes quieren hacer en el presente: tomar las mejores ideas provenientes de los movimientos sociales, y hacer de ellas algo terrible.
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