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Cincuenta años después de haber mostrado su horrible faz en Chile, el fascismo regresa. Poco importa cantar el nombre de Allende, elevar monumentos en su honor, o convertirlo en un héroe trágico, si no aceptamos lo que significa el regreso de aquello que causó la imagen mortificante y épica de un presidente atrincherado en su palacio en llamas. Y sí, hay que llamarlo por su nombre: fascismo, el plan B del capitalismo en crisis.
Por supuesto que no se trata de uno igual al de los treinta o los setenta. El que regresa hoy en Chile y en Argentina, en Alemania, Italia, y en España, el que ha gobernado agazapado y con máscara de realismo televisivo en los Estados Unidos y Gran Bretaña, en Brasil y en Colombia, se parece más al que describió con precisión fantástica la escritora afroamericana Toni Morrison.
Bajo cubierta de ideologías pseudo-liberales y libertarias o anticomunistas, dice Morrison, “es en realidad una forma de mercadeo y publicidad para hacerse al poder.” Se lo puede reconocer en su afán y determinación “para convertir todos los servicios públicos en emprendimientos privados,” como ha sucedido con la salud, las pensiones, y la educación, tanto en Chile como en Colombia, y como ha estado sucediendo tras más de quince años de gobiernos británicos inspirados en el credo de Margaret Thatcher -ella misma inspirada por Pinochet y sus chicos de Chicago-.
“Transforma a los ciudadanos en meros pagadores de impuestos, de manera que los individuos reaccionen en forma resentida y furiosa ante la simple mención del bien común.” Y vuelve a los vecinos consumidores, depredadores “en la medida en que nuestro valor como seres humanos no es ya nuestra humanidad, compasión, o generosidad, sino aquello de lo que somos propietarios”. Y al efectuar estos cambios produce al capitalista perfecto, afirma Morrison: “uno que está dispuesto a matar a un ser humano a cambio de un producto (un par de zapatillas deportivas, una chaqueta, un auto) o matar a generaciones enteras para obtener y mantener el control sobre los productos (el petróleo, las drogas, la agricultura, el oro)”.
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Parece que estuviese describiendo a Colombia. Cuando menos lo hace con mayor precisión que buena parte de los medios de comunicación, los novelistas, y los llamados intelectuales que entre nosotros se identifican como realistas. Morrison enumera al menos diez pasos que llevarían a la llamada gente de bien y de centro, y al demócrata liberal defensor de la sacrosanta libertad de mercado a presentarse como libertario, y de la primera solución a la solución final. Bástenos con recordar tres: Construir un enemigo interno; aislar y demonizar a dicho enemigo mediante la utilización y protección de expresiones y lenguajes que de manera abierta o encubierta apelan al insulto, el abuso verbal, o el tono ofensivo; y enlistar, comprar, o crear fuentes de información y su distribución prestos a reforzar el proceso de demonización porque este otorga altas audiencias y por ende ganancias, porque da poder, y porque funciona.
Valga aclarar que este fascismo y sus derivados no son populismos de derecha, equivalentes a los mal llamados populismos de izquierda, ni se trata de autoritarismos. Pues desde su perspectiva no hay autoridad ni institución alguna digna de respeto. Todas son corruptas o pueden serlo. Y ciertamente ningún gobierno del bien común que intente realizar los ideales de la dignidad, la libertad, y la igualdad, así sea de manera moderada, le merecen respeto. Es la lección que nos dejan quienes justificaron el golpe en Chile y lo siguen haciendo, tanto como la represión que siguió allí y en el resto de las Américas. Como “errores,” quizás provenientes de ambos bandos, que de cualquier manera evitaron que Chile se convirtiese en Cuba. Ese lenguaje retorcido es el que Morrison identifica como la hechura del fascismo. Es la lección de la cual somos testigos hoy.
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En España, donde escuché en estos días a alguien decir que la “gobierna en cabeza de Pedro Sánchez el social-comunismo.” En los Estados Unidos, donde no puede descartarse el triunfo de Trump o el ascenso eventual de un simulacro suyo sin tanto equipaje, pero con igual o mayor carisma televisivo. En Argentina o en el propio Chile, donde Milei y Katz ya saborean la victoria en democracia para destruir la democracia una vez más. Y ni que hablar de Colombia. No es cierto que aprendamos de la historia. Y no es cierto que baste con sopesar los errores y el carácter de unos y otros, como si la historia fuese una suerte de tribunal de falsas equivalencias. Lo que vemos hoy son movimientos en pro de la justicia social e histórica, y contra ellos una reacción ultraconservadora que parece fagocitar al conservadurismo propiamente dicho y busca el regreso de las viejas lógicas. Frustrar el cambio o disimularlo para que todo siga igual.
“Se necesitan dos ingredientes para que haya fascismo,” escuché la semana pasada durante una conversación organizada por la revista mexicana El Chamuco. “Uno es la frustración de sectores amplios de la ciudadanía que a menudo son clases medias… y luego también a veces sectores más populares. Cuando se junta esa frustración con algún tipo de crisis, sobre todo económica,” entonces emergen de nuevo los fascismos. Es la situación en la que nos encontramos. La única manera de dar testimonio y aprender de lo ocurrido en Chile hace cincuenta años es comprender mejor la situación actual y entonces confrontar sin reservas a los neo-fascistas de hoy.
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