Aunque uno quisiera, es prácticamente imposible hablar de un tema que no guarde relación con alguna locura del dictador Petro. Debo confesar que iba a escribir de un tema totalmente diferente, pero me resultó inevitable al darme cuenta de la reacción incendiaria y alucinante de Petro frente a la valiente decisión de José Antonio Salazar, secretario general (ya exsecretario general) del Ministerio de Relaciones Exteriores, quien decidió proferir los actos administrativos correspondientes para adjudicar el contrato de los pasaportes.
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Aunque uno quisiera, es prácticamente imposible hablar de un tema que no guarde relación con alguna locura del dictador Petro. Debo confesar que iba a escribir de un tema totalmente diferente, pero me resultó inevitable al darme cuenta de la reacción incendiaria y alucinante de Petro frente a la valiente decisión de José Antonio Salazar, secretario general (ya exsecretario general) del Ministerio de Relaciones Exteriores, quien decidió proferir los actos administrativos correspondientes para adjudicar el contrato de los pasaportes.
La novela empezó hace algunos meses cuando Álvaro Leyva Durán, el entonces y cuasi jubilado “canciller de las FARC” y por unos cuantos meses canciller de Colombia, decidió, por sí ante sí y con desconocimiento total de la ley de contratación estatal, no adjudicar el contrato de los pasaportes al oferente Thomas Greg & Sons. Los más enterados dicen que el canciller estaba gobernado por extrañas circunstancias de corrupción que comprometían a su hijo, tal como lo gritó en Palacio y denunció públicamente Martha Lucía Zamora, la otrora y muy buena directora de la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado (ANDJE).
Petro, también comprometido en los hechos irregulares protagonizados por su pintoresco canciller, quien estuvo relativamente tras bambalinas, en esta ocasión, también dejó ver las orejas. El pasado lunes, día en que el valiente José Antonio Salazar decidió finalmente adjudicar el contrato de los pasaportes a Thomas Greg & Sons, sencillamente en apego a la ley, el dictador Petro, como es su costumbre, salió a desgobernar por sus redes sociales y trinó como un salvaje dictador en contra del valiente funcionario, pero, sobre todo, en contra de la ley.
Con el fin de no mal interpretar al dictador es mejor copiar y pegar su trino. Dijo Petro: “El secretario general de la cancillería [José Antonio Salazar] nos ha traicionado. El contrato es corrupto y aquí está metida la capacidad de la empresa particular en todos los procesos de Thomas Greg & Sons (…)”. Es decir, para el dictador que algunos ilusos aún llaman presidente —para quien la ley es lo que él quiere que sea y no lo que es—, el exfuncionario Salazar debe ser graduado de traidor por no seguir los caprichos del dictador al adjudicar un contrato a quien debía adjudicárselo, no solo para no cometer una mayúscula ilegalidad con el oferente, sino para evitarle un multimillonario pleito perdido a la Nación que, en todo caso, lo pagaríamos todos los colombianos, salvo claro está, Petro —quien nunca paga una sanción o condena— y el excanciller Leyva, quien había dicho que igual eso de los perjuicios no le importaba porque al final él ya estaría muerto para el momento de una condena económica en contra del Estado colombiano.
Esta novela deja a un canciller suspendido cautelarmente y reemplazado (Leyva), a una directora de la ANDJE junto con un secretario general de la Cancillería declarados insubsistentes (Zamora y Salazar), y a un dictador (Petro) untándose las manos y jugándose una vez más su mal nombre por una contratación estatal en la que al final no puede terminar ocurriendo lo que él en su peor juicio quisiera que ocurriera. Bien, Martha Lucía Zamora y José Antonio Salazar; mal, Petro (otra vez mal) y mal, Leyva (otra vez mal).
Los colombianos ya tenemos muy claro que con Petro solo pueden gobernar los bandidos, sumisos, irresponsables y locos; los que no lo son ya se fueron de este podrido gobierno, y los poquísimos que quedan, más temprano que tarde, también saldrán corriendo, salvo que jamás despierten del hechizo del dictador, quien siempre se deja ver las orejas en todas las cosas turbias, por decir lo menos.