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Colombia es un país desigual, probablemente, uno de los más desiguales, pero ha progresado. Colombia tiene un alto porcentaje de su población en estratos 0, 1 y 2; ello es, viviendo con muy pocos recursos económicos, pero los índices de satisfacción de necesidades básicas y de mejoramiento de la calidad de vida han aumentado notablemente. Colombia tiene aún una considerable tasa de desempleo, una veces mayor y otras menor, y tiene a la mitad de los “ocupados” en el mundo de la informalidad laboral, lo cual hay que solucionar.
Por estas razones y algunas otras, los programas gubernamentales que han traído ayudas y alivios a millones de familias se han incrementado notablemente desde hace varias décadas. Muchos son los programas que apuntan a destinar importantes recursos económicos para ayudar a los menos favorecidos de la sociedad, permitiendo a millones de ellos acceder a bienes y servicios que no llegarían a sus hogares de otra manera. Nadie sensato y sensible podría oponerse a estos programas, ni acá ni en ninguna otra parte del mundo. De hecho, en los países más ricos, con más oportunidades y mejores índices de bienestar y cubrimiento de las necesidades básicas, las ayudas estatales brillan por su presencia y hacen parte de las herramientas con que cuentan los Estados más capitalistas para procurar sociedades más tranquilas, estables e igualitarias.
Estamos de acuerdo con que esas ayudas estatales no pueden utilizarse ni entenderse como herramientas para alimentar el populismo de algunos irresponsables gobernantes —su objetivo y razón de ser es otro—, tampoco pueden ser flor de un día y, mucho menos, pueden convertirse ni verse como limosnas del Estado para sus ciudadanos o ser fuente de maltrato para hacer sentir a quienes son beneficiarios como mendigos humillados. ¡Ni más faltaba!
Uno de los principales programas de este estilo en Colombia es el hoy denominado Renta Ciudadana (antes “Familias en Acción”) que cobija a millones de compatriotas, todos merecedores de esta importante ayuda que, en la gran mayoría de casos, es una fuente vital de ingresos.
La operatividad del mecanismo de entrega de los recursos nunca había sido noticia y, nunca lo fue, porque funcionaba bien. Pero a Cielo Rusinque, la fanática e incompetente directora del Departamento de Prosperidad Social, le cayó del cielo la genial idea de aplicarle al mecanismo de pago la ley de Murphy, para que algo que funciona bien, funcionara pésimo, lo cual es muy frecuente en ineptos con iniciativa o gobiernos de izquierda radical populista quienes, al final —en la práctica—, son lo mismo.
Por cuenta de esa iluminada genialidad, la directora de Prosperidad Social ha sometido a los beneficiarios del rebautizado programa de Renta Ciudadana a una situación caótica, pero sobre todo humillante. En pleno siglo XXI, atiborrado de eficientes servicios financieros y versátiles plataformas de pago, los ciudadanos están sometidos a denigrantes e inhumanas filas para recibir unos subsidios que otrora recibían en un abrir y cerrar de ojos.
Parece ser que la perversidad del gobierno Petro, también para dar estos subsidios y ayudas, se ha llenado de odio. No es de dudar, que están convencidos de que la mente humana funciona al revés y que los ciudadanos agradecerán más al tirano lo que más cuesta recibir de él y, para ello, decidieron torturar a la gente a punta de filas eternas bajo el inclemente sol y la despiadada lluvia.
En cualquier país sensato y en cualquier gobierno con dos milímetros de dignidad, la obtusa directora de Prosperidad Social hubiese sido destituida fulminantemente. Sin embargo, con Petro eso no ocurre, pues es un gobierno de ciegos donde el tuerto es rey, y que el que manda lo hace a través de trinos, por demás, cada vez más indignantes y alocados.
Este infierno que ha creado Cielo es el mismo infierno que la Corcho y sus sucesores pretenden crear en su empeño por destruir el sistema de salud a través de estatalizar lo que más puedan, pues si algo que funciona bien debe funcionar mal, tienen claro cuál es la fórmula histórica para lograrlo.