En menos de una semana tuvimos dos acontecimientos bastante activos, por lo menos en las redes sociales, que nos deben invitar a reflexionar sobre lo que está ocurriendo con nuestros hijos y la forma en que los estamos educando.
Los hijos lo son todo. Son el motor que mueve gran parte de nuestras metas y ambiciones y para ellos queremos siempre lo mejor. No obstante, me embarga la duda de si lo que estamos haciendo, en realidad, va encaminado a que nuestros hijos sean, hoy y siempre, hombres y mujeres de bien, con posibilidad de influir positivamente en esta sociedad cada vez más indiferente, radicalizada y corrupta. Dicho de otra manera, si los hijos que le estamos dejando a este mundo tienen o no en su ADN los valores fundacionales de honestidad, civismo, respeto y solidaridad.
Me refiero al video de la niña que criticaba las marchas y al de la que se negaba a cumplir con su deber de recoger el popó de su perro. Estos hechos, que al parecer no revisten por sí mismos mayor gravedad, sí son relevantes como punto de referencia respecto de comportamientos generalizados de un sector privilegiado que lo ha tenido todo dentro de una sociedad altamente desigual, es decir, de unas jóvenes que han gozado de ventajas sociales y que por ello deberían estar dando buen ejemplo.
Sus padres seguramente han pretendido inculcarles esos valores fundacionales, pero tal vez de forma insuficiente como nos ocurre a todos los padres. No quisiera estar en sus zapatos y seguramente ellos se habrán preguntado, al menos en estos días, en qué han fallado. Tendrán preguntas y respuestas, las mismas que cualquier padre en esas circunstancias, pues nadie puede sentirse exento de que algo así o más grave termine pasándole con un hijo.
Lo cierto es que, en términos generales, hemos descuidado muchas cosas en la misión de darles ejemplo, de conversar con ellos, de educarlos para que esas cosas y otras tantas no pasen. Hemos resignado en otras personas e instituciones responsabilidades que son indelegables cuando lo pretendido es que nuestra herencia sea la de haberlos formado para enfrentar la vida con total apego a la ética. Nuestros hijos deben tener muchas cosas claras, pero sin duda hay una que no puede admitir discusión: vivir en sociedad conlleva el ejercicio de muchas libertades, pero al mismo tiempo, y no menos importante, implica cumplir con muchas obligaciones con la sociedad.
Nos hemos equivocado en darles mucho y exigirles poco; en no corregirlos cuando hacen algo indebido, por el simple y torpe temor de creer que educándolos nos alejamos. Hemos fallado siendo tolerantes con lo que no es admisible y por eso creo que la meta debe ser y seguir siendo la de que nuestros hijos reciban de nosotros más educación, calor humano, consejos y sobre todo buenas enseñanzas, pues no hay que olvidar que la palabra convence, pero el ejemplo arrastra.
Y termino con una frase que no es mía, pero sí la he oído muchas veces: “No preguntes qué mundo dejaremos a nuestros hijos, sino qué hijos le dejaremos a nuestro mundo”.
En menos de una semana tuvimos dos acontecimientos bastante activos, por lo menos en las redes sociales, que nos deben invitar a reflexionar sobre lo que está ocurriendo con nuestros hijos y la forma en que los estamos educando.
Los hijos lo son todo. Son el motor que mueve gran parte de nuestras metas y ambiciones y para ellos queremos siempre lo mejor. No obstante, me embarga la duda de si lo que estamos haciendo, en realidad, va encaminado a que nuestros hijos sean, hoy y siempre, hombres y mujeres de bien, con posibilidad de influir positivamente en esta sociedad cada vez más indiferente, radicalizada y corrupta. Dicho de otra manera, si los hijos que le estamos dejando a este mundo tienen o no en su ADN los valores fundacionales de honestidad, civismo, respeto y solidaridad.
Me refiero al video de la niña que criticaba las marchas y al de la que se negaba a cumplir con su deber de recoger el popó de su perro. Estos hechos, que al parecer no revisten por sí mismos mayor gravedad, sí son relevantes como punto de referencia respecto de comportamientos generalizados de un sector privilegiado que lo ha tenido todo dentro de una sociedad altamente desigual, es decir, de unas jóvenes que han gozado de ventajas sociales y que por ello deberían estar dando buen ejemplo.
Sus padres seguramente han pretendido inculcarles esos valores fundacionales, pero tal vez de forma insuficiente como nos ocurre a todos los padres. No quisiera estar en sus zapatos y seguramente ellos se habrán preguntado, al menos en estos días, en qué han fallado. Tendrán preguntas y respuestas, las mismas que cualquier padre en esas circunstancias, pues nadie puede sentirse exento de que algo así o más grave termine pasándole con un hijo.
Lo cierto es que, en términos generales, hemos descuidado muchas cosas en la misión de darles ejemplo, de conversar con ellos, de educarlos para que esas cosas y otras tantas no pasen. Hemos resignado en otras personas e instituciones responsabilidades que son indelegables cuando lo pretendido es que nuestra herencia sea la de haberlos formado para enfrentar la vida con total apego a la ética. Nuestros hijos deben tener muchas cosas claras, pero sin duda hay una que no puede admitir discusión: vivir en sociedad conlleva el ejercicio de muchas libertades, pero al mismo tiempo, y no menos importante, implica cumplir con muchas obligaciones con la sociedad.
Nos hemos equivocado en darles mucho y exigirles poco; en no corregirlos cuando hacen algo indebido, por el simple y torpe temor de creer que educándolos nos alejamos. Hemos fallado siendo tolerantes con lo que no es admisible y por eso creo que la meta debe ser y seguir siendo la de que nuestros hijos reciban de nosotros más educación, calor humano, consejos y sobre todo buenas enseñanzas, pues no hay que olvidar que la palabra convence, pero el ejemplo arrastra.
Y termino con una frase que no es mía, pero sí la he oído muchas veces: “No preguntes qué mundo dejaremos a nuestros hijos, sino qué hijos le dejaremos a nuestro mundo”.