El atentado terrorista del Eln contra los cadetes de policía en la Escuela General Santander fue miserable.
Muchos pensábamos que ese tipo de actos terroristas eran cosa del pasado. Por maltrecha que estuviese la negociación, guardábamos la esperanza de que el Eln no emprendería nunca más un atentado terrorista y cobarde como el que perpetró.
Soy de los colombianos que creen que este acto terrorista, además de infame, fue exageradamente torpe. Soy de los colombianos que creen que al Estado le llegó la triste hora de volver a enfrentar militar y judicialmente a esa guerrilla, que solo ha mostrado ambigüedad y charlatanería frente a los diálogos que inició el Estado hace unos años. Soy de los colombianos que creen que el presidente no tiene, por ahora, opción distinta que dar por terminada la negociación, levantarse de la mesa y ordenarle a las fuerzas militares y de policía que hagan lo que corresponda para capturar o dar de baja a los integrantes del Eln, incluyendo obviamente, a cabecillas y negociadores.
Sin embargo, soy de los colombianos que creen que el Estado no puede perder la compostura, incumplir sus pactos o deshonrar su palabra. Eso es propio de los delincuentes, pero jamás de los Estados.
Los gobernantes viven situaciones de suma complejidad y es difícil saber qué hacer, salvo cuando, como en este caso, lo correcto y lo elemental son lo mismo: cumplir lo pactado.
Por indignados que nos sintamos, Colombia no puede rebajarse al nivel de los terroristas. El Estado, antes representado por Santos y ahora por Duque, pero al fin y al cabo el mismo Estado, se comprometió no solo con el Eln sino con los países anfitrión y garantes a respetar unas reglas, que incluían un protocolo en caso de terminarse la negociación. Fue un compromiso de Estado y no podemos dilapidar nuestra histórica reputación de negociadores serios: el desprestigio, continuemos dejándoselo reservado al Eln.
El presidente Duque debe actuar con la serenidad propia de los estadistas. Si quiere, puede tomar la decisión de cerrar la puerta de los diálogos, pero no puede deshonrar la palabra empeñada por el Estado, ya que ello implicaría botar la llave de la paz. Si bota la llave, nadie querrá sentarse a dialogar ni tampoco ser garante o anfitrión de ningún proceso. Esa llave es del Estado; no le pertenece a ningún presidente.
Entiendo que el gobierno termine los diálogos con el Eln, pero no comparto la forma como lo está haciendo. No es así, no es de malas maneras ni con insensatez. Presidente, los Estados no actúan visceralmente. Haga las cosas bien. Cumpla al pie de la letra los protocolos y eso sí, después ordene instrumentar la captura de todos esos delincuentes. Pero insisto, hágalo de la única forma en que puede hacerse: garantizando el principio de la confianza legítima en el Estado.
Presidente, su obligación es estar por encima de las circunstancias. Algún día Colombia necesitará la llave de la paz para volver a abrir las puertas de una negociación y concretar, de una vez por todas, la tan anhelada paz.
El atentado terrorista del Eln contra los cadetes de policía en la Escuela General Santander fue miserable.
Muchos pensábamos que ese tipo de actos terroristas eran cosa del pasado. Por maltrecha que estuviese la negociación, guardábamos la esperanza de que el Eln no emprendería nunca más un atentado terrorista y cobarde como el que perpetró.
Soy de los colombianos que creen que este acto terrorista, además de infame, fue exageradamente torpe. Soy de los colombianos que creen que al Estado le llegó la triste hora de volver a enfrentar militar y judicialmente a esa guerrilla, que solo ha mostrado ambigüedad y charlatanería frente a los diálogos que inició el Estado hace unos años. Soy de los colombianos que creen que el presidente no tiene, por ahora, opción distinta que dar por terminada la negociación, levantarse de la mesa y ordenarle a las fuerzas militares y de policía que hagan lo que corresponda para capturar o dar de baja a los integrantes del Eln, incluyendo obviamente, a cabecillas y negociadores.
Sin embargo, soy de los colombianos que creen que el Estado no puede perder la compostura, incumplir sus pactos o deshonrar su palabra. Eso es propio de los delincuentes, pero jamás de los Estados.
Los gobernantes viven situaciones de suma complejidad y es difícil saber qué hacer, salvo cuando, como en este caso, lo correcto y lo elemental son lo mismo: cumplir lo pactado.
Por indignados que nos sintamos, Colombia no puede rebajarse al nivel de los terroristas. El Estado, antes representado por Santos y ahora por Duque, pero al fin y al cabo el mismo Estado, se comprometió no solo con el Eln sino con los países anfitrión y garantes a respetar unas reglas, que incluían un protocolo en caso de terminarse la negociación. Fue un compromiso de Estado y no podemos dilapidar nuestra histórica reputación de negociadores serios: el desprestigio, continuemos dejándoselo reservado al Eln.
El presidente Duque debe actuar con la serenidad propia de los estadistas. Si quiere, puede tomar la decisión de cerrar la puerta de los diálogos, pero no puede deshonrar la palabra empeñada por el Estado, ya que ello implicaría botar la llave de la paz. Si bota la llave, nadie querrá sentarse a dialogar ni tampoco ser garante o anfitrión de ningún proceso. Esa llave es del Estado; no le pertenece a ningún presidente.
Entiendo que el gobierno termine los diálogos con el Eln, pero no comparto la forma como lo está haciendo. No es así, no es de malas maneras ni con insensatez. Presidente, los Estados no actúan visceralmente. Haga las cosas bien. Cumpla al pie de la letra los protocolos y eso sí, después ordene instrumentar la captura de todos esos delincuentes. Pero insisto, hágalo de la única forma en que puede hacerse: garantizando el principio de la confianza legítima en el Estado.
Presidente, su obligación es estar por encima de las circunstancias. Algún día Colombia necesitará la llave de la paz para volver a abrir las puertas de una negociación y concretar, de una vez por todas, la tan anhelada paz.