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“Mil palabras no dejan la misma impresión profunda que una sola acción”, decía el dramaturgo y poeta noruego Henrik Ibsen en pleno siglo XIX. Esta expresión, recogida en el adagio popular de “una imagen vale más que mil palabras” es no solo cierta en todos los contextos de la vida, sino verdad sabida en materia política.
A tan solo 400 días de la primera vuelta presidencial (domingo 31 de mayo del próximo año), la imagen del caótico presidente Gustavo Petro y su gobierno, que muestra a un país desmoronándose por cuenta de su ineptitud delirante para gobernar, terminará por pasarle la factura a la izquierda en los próximos comicios y a todos quienes pretendan hacer alianzas con ella. Ya pasó la hora de los experimentos.
La difícil situación económica de las finanzas públicas, la corrupción rampante que rodea al gobierno y a los más cercanos al presidente, la actitud pendenciera y provocadora contra todos quienes no se someten a sus caprichos y delirios, la falta de ejecución presupuestal, la improvisación, el fracaso de sus reformas y la enorme desconexión con los ciudadanos y el aparato productivo, hacen impensable que Petro logre un triunfo electoral en cuerpo propio o ajeno en 2026.
Lo que tiene seguro y en el bolsillo le alcanza para montarse al bus o para montar al bus “al que Petro diga”, pero no para ser elegido su conductor. Petro no tiene lo suficiente para ganar, ni se lo merece.
Desde que asumió en 2022, Petro ha sido un presidente marcado por la impopularidad. A diferencia de mandatarios anteriores, cuya aprobación inicial solía superar el 50 %, al menos al inicio y por un buen tiempo, Petro muy pronto tuvo una pobre favorabilidad que jamás ha dejado de rondar el 30 %. Ese “estilacho”, basado más en la confrontación que en la construcción, ha sido un verdadero fracaso y un inusitado derroche de popularidad. El peor enemigo de Petro es Petro, aunque él a sí mismo se lea, se oiga y se vea majestuoso.
Petro no abandona el libreto. Su “estilacho” bajo, sombrío, sometido al odio y guiado por la confrontación permanente que le ha funcionado en sus campañas, le fracasó al momento de gobernar tanto en Bogotá como en Colombia. Petro gobierna desde una trinchera y como si aún estuviese en campaña: buscando culpables, señalando a la “élite” y rechazando cualquier crítica, pero sobre todo, inventándose problemas cuando la gente lo que espera es soluciones.
Lo más alarmante es que, pese a los resultados mediocres, el petrismo habla de reelección y la planea, ya sea de forma directa o mediante fichas de su círculo político. El petrismo empieza a construir una campaña política en procura de su continuidad en el poder, pero lo hace sin respaldo popular, ni legitimación ética, ni resultados que lo avalen.
La izquierda radical latinoamericana lo hace mal gobernado, pero sobre todo, lo hace peor cuando busca perpetuarse. Los ejemplos son muchos: lo de Venezuela, Cuba, Nicaragua, Bolivia y Argentina ha resultado caótico. Con ellos, los problemas no tienen solución, solo se agravan.
Permitir que el petrismo se perpetúe en el poder no solo sería un grave error político: sería una traición al país. Sería tanto como aceptar que la corrupción es tolerable, que la incompetencia no tiene consecuencias, que el populismo puede seguir vendiéndose como transformación y que las imágenes valen menos que las palabras.
Colombia necesita pasar la página. No con nostalgias del pasado, pero sí con responsabilidad hacia el futuro. El país merece líderes que sepan gobernar, no improvisar; que construyan, no que dividan; que respeten las instituciones, no que las desprecien.
Debemos prepararnos para votar diferente, pero está en nuestras opositoras manos y no en las del petrismo hacernos el camino. La imagen de un presidente al garete debe ser mil veces más poderosa y convincente que mil palabras. No a Petro y no a todo aquello que huela, se sienta o se vea como Petro. La imagen de Petro debe motivarnos a olvidarlo por siempre.
