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Puede ser Nueva Orleans, un pueblo de Alabama, Bogotá o las calles de Medellín. Puede nevar sobre un techo crujiente o llover a cántaros sobre las latas de un tugurio. Pueden alumbrar los espejismos de Papá Noel o el Niño Dios. Todo eso es el papel regalo de los cuentos de navidad, las distintas escenografías detrás de las tragedias que se invocan, los destellos de alegría y colores sobre las más grandes miserias infantiles. Pero será necesario que los niños, ansiosos, trastornados por las expectativas y el frío, o por el sacol, sueñen con los regalos imposibles. Y que por un momento parezca que la noche será buena, pero no, siempre deben estar los familiares peligrosos y amargados, los amigos que desmienten la magia ilusoria de la noche esperada, la escasez frente a las vitrinas. Y los niños deben vivir con la ausencia de sus madres que brillan en el recuerdo más allá de la estrella que corona los árboles falsos. Porque los cuentos de navidad deben dejar algún amargo sobre esa fiesta de salsas dulces.
Truman Capote tiene dos de esos cuentos que deberían leerse acompañados de la novena. Dos historias autobiográficas que combinan algo de maldad y decepción con las dichas de los años de credulidad. Un gran fogón en una cocina oscura es la lámpara mágica de esas historias, y una tía anciana y excéntrica es la gran amiga del protagonista, su guía. El padre y la madre del niño están ocupados en sus ambiciones y sus enredos de ciudad. La tía, llamada Sook, se toma un trago de whisky prohibido con su sobrino y bailan y alucinan. Hasta el perro bebe un poco y se le insinúa una sonrisa en su boca negra. La tía y el sobrino cocinan tortas de frutas para amigos de ocasión, para desconocidos que han saludado algún día, para un viajero entrañable que se varó frente a su casa. Las tarjetas de agradecimiento que envían esos amigos son el gran regalo, las esperan y las guardan cada año. Uno de los cuentos tiene una frase que debería estar escrita en todas las tarjetas de navidad: “La vida ya es bastante mala cuando tienes que prescindir de las cosas que te gustan a ti; pero, diablos, lo que más me enfurece es no poder regalar aquello que les gusta a los otros”. La dice Sook, que sueña con poder regalar una bicicleta a su sobrino.
En los cuentos de Capote, el padre ausente se lleva al niño a la ciudad y hace desaparecer las mentiras entrañables de la navidad. Delata a Papá Noel, muestra sus vicios y al final del desastre lo despacha, camino a Alabama, en medio de una borrachera agresiva. El niño entregará a vuelta de correo el más pequeño y valioso de los regalos para su padre.
En El Rifle, escrito por Tomás Carrasquilla hace algo más de 100 años, también está la ausencia de la madre y una “madrina” explotadora. El dolor es de un niño limpiabotas en Bogotá y están los contrastes de vitrinas relucientes y chinches andrajosos. Aparece también el resplandor de un regalo entregado por un rico anónimo, en plena calle, un rifle, claro, que hace que la noche se ilumine y los dardos sean las estrellas en medio de ese aguacero. Pero llega la chicha a la cabeza de la madrina y todo se nubla. Luego de la paliza, el niño termina rogándole a su madre muerta que lo lleve con ella.
Igual sucede con esa niña ensacolada en La vendedora de rosas, donde también se confunden las alucinaciones más ingenuas y las esperanzas más trágicas. Todo recuerda que las luces de ese mundo de navidad deben volver a la oscuridad de un cajón, enredarse y, en lo posible, fundir algún bombillo durante su larga espera. También en Última navidad en guerra, un relato de campo de concentración, a Primo Levi le roban su chaqueta con un poco de chocolate, galletas y leche en polvo. Ni los adultos se salvan de esa noche estrellada.