La reiteración es la gran fuerza del activismo. Los estribillos y la reacción automática y airada son sus formas más comunes. Y las banderas, las manillas que acompañan las certezas. La militancia, en el fondo (las ideas) y en la forma (los símbolos y los métodos). El activismo no se equivoca, cuando fracasa es porque falló en su convocatoria, por falta de compromiso, nunca por carencia de reflexión o de dudas, esas son cosas de acomodados, de desleales que no quieren levantar el puño.
El presidente Petro ha demostrado que sus convicciones de activista son más fuertes que las obligaciones un poco más silenciosas de los gobernantes. Petro quiere marchar, empuñar sus ideas cocinadas por años en las mismas aguas, pugnar para que el mundo cambie, nunca resignarse al escritorio. Los documentos gubernamentales son, para el presidente, cosa de burócratas; los decretos limpios, asunto de rábulas; la política internacional, embeleco de la conveniente diplomacia. La agitación, los trinos incomprensibles por el enojo, la inspiración del discurso, por encima de todo. Esa es la esencia de Petro.
Las reacciones del presidente frente al ataque de Hamás mostraron mejor que nada su tendencia al activismo en el poder. El comunicado de la Cancillería fue cambiado por las disputas tuiteras, las citas a Al Jazeera y la recomendación de documentales militantes. Frente a un ataque terrorista, Petro emprendió la tarea de explicar el largo conflicto entre Israel y Palestina con la pañoleta de un bando amarrada al cuello. Al leer sus trinos es difícil no entender las armas del odio como resistencia legítima.
Hamás, por supuesto, no es el pueblo palestino, sus misiles y su afán de destrucción los provee el fanatismo iraní, que seguro no gusta a Petro. Y el ataque busca hacer inviable un acercamiento entre Arabia Saudita e Israel, que seguro gusta a Petro, quien pide una conferencia de paz y se siente muy orgulloso de eso. Así como el pueblo israelí no es solo el extremismo de Netanyahu ni su afán por hacerse al poder absoluto en su país y darles cada vez más fuerza a los fanáticos ultraortodoxos. Lo peor del activismo es tener muy claras las respuestas antes de enfrentar los hechos por venir, no tener reparos frente al pasado ni al futuro. En semejantes temas el presidente resultó ser el profesor incapaz de cambiar el tablero que ha rayado por siempre. Boric, Lula, Fernández condenaron el terrorismo sin rodeos. AMLO y Petro, expertos en discurrir, soltaron vagos discursos históricos. Su exposición sosegada lleva algo de violencia.
Esas vueltas del presidente, a quien sin duda le fascinan las “luchas con sentido”, los levantamientos, las resistencias heroicas, recuerdan las palabras de Bernard-Henri Lévy que advierten frente a esas “guerras justas” y su sospecha de que “las guerras con sentido son las más sangrientas (…) y el hecho de dar sentido a lo que no lo tiene, es decir, al sufrimiento de los hombres, es una de la jugadas más sibilinas del Diablo, la jugada que sabe, en una palabra, que la mejor forma de enviar a las buenas gentes al matadero es contándoles que participan en una gran aventura o que luchan por salvarse”.
Petro se niega a reconocer que en últimas el conflicto entre Israel y Palestina implica dos derechos enfrentados, dos pueblos que reclaman una misma tierra. Ninguna sangre lo hará cambiar de idea, la historia ya está escrita y los hechos nuevos no afectan sus consideraciones. El Gobierno de la potencia mundial de la vida no se ve bien apoyando un extremismo religioso que, como decía Foucault hablando de la Revolución iraní en los 70, “está más preocupado por el martirio que por la victoria”.
La reiteración es la gran fuerza del activismo. Los estribillos y la reacción automática y airada son sus formas más comunes. Y las banderas, las manillas que acompañan las certezas. La militancia, en el fondo (las ideas) y en la forma (los símbolos y los métodos). El activismo no se equivoca, cuando fracasa es porque falló en su convocatoria, por falta de compromiso, nunca por carencia de reflexión o de dudas, esas son cosas de acomodados, de desleales que no quieren levantar el puño.
El presidente Petro ha demostrado que sus convicciones de activista son más fuertes que las obligaciones un poco más silenciosas de los gobernantes. Petro quiere marchar, empuñar sus ideas cocinadas por años en las mismas aguas, pugnar para que el mundo cambie, nunca resignarse al escritorio. Los documentos gubernamentales son, para el presidente, cosa de burócratas; los decretos limpios, asunto de rábulas; la política internacional, embeleco de la conveniente diplomacia. La agitación, los trinos incomprensibles por el enojo, la inspiración del discurso, por encima de todo. Esa es la esencia de Petro.
Las reacciones del presidente frente al ataque de Hamás mostraron mejor que nada su tendencia al activismo en el poder. El comunicado de la Cancillería fue cambiado por las disputas tuiteras, las citas a Al Jazeera y la recomendación de documentales militantes. Frente a un ataque terrorista, Petro emprendió la tarea de explicar el largo conflicto entre Israel y Palestina con la pañoleta de un bando amarrada al cuello. Al leer sus trinos es difícil no entender las armas del odio como resistencia legítima.
Hamás, por supuesto, no es el pueblo palestino, sus misiles y su afán de destrucción los provee el fanatismo iraní, que seguro no gusta a Petro. Y el ataque busca hacer inviable un acercamiento entre Arabia Saudita e Israel, que seguro gusta a Petro, quien pide una conferencia de paz y se siente muy orgulloso de eso. Así como el pueblo israelí no es solo el extremismo de Netanyahu ni su afán por hacerse al poder absoluto en su país y darles cada vez más fuerza a los fanáticos ultraortodoxos. Lo peor del activismo es tener muy claras las respuestas antes de enfrentar los hechos por venir, no tener reparos frente al pasado ni al futuro. En semejantes temas el presidente resultó ser el profesor incapaz de cambiar el tablero que ha rayado por siempre. Boric, Lula, Fernández condenaron el terrorismo sin rodeos. AMLO y Petro, expertos en discurrir, soltaron vagos discursos históricos. Su exposición sosegada lleva algo de violencia.
Esas vueltas del presidente, a quien sin duda le fascinan las “luchas con sentido”, los levantamientos, las resistencias heroicas, recuerdan las palabras de Bernard-Henri Lévy que advierten frente a esas “guerras justas” y su sospecha de que “las guerras con sentido son las más sangrientas (…) y el hecho de dar sentido a lo que no lo tiene, es decir, al sufrimiento de los hombres, es una de la jugadas más sibilinas del Diablo, la jugada que sabe, en una palabra, que la mejor forma de enviar a las buenas gentes al matadero es contándoles que participan en una gran aventura o que luchan por salvarse”.
Petro se niega a reconocer que en últimas el conflicto entre Israel y Palestina implica dos derechos enfrentados, dos pueblos que reclaman una misma tierra. Ninguna sangre lo hará cambiar de idea, la historia ya está escrita y los hechos nuevos no afectan sus consideraciones. El Gobierno de la potencia mundial de la vida no se ve bien apoyando un extremismo religioso que, como decía Foucault hablando de la Revolución iraní en los 70, “está más preocupado por el martirio que por la victoria”.