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Es tiempo de un poco de cinismo. Se acabó la hora de las sentencias constitucionales, los argumentos de salud pública, la reseña de las recetas inútiles, las comparaciones de las políticas en diversos países, el señalamiento a la discriminación policial, la prueba de la estupidez de una utopía del mundo sobrio, la mentira del comparendo policial como protección a los menores. Es el momento de enrostrar la realidad, de exhibir la calle como sentencia definitiva frente a la celebración de los decretos y los códigos que buscan que la gente se encierre en sus casas para prender un bareto.
La disponibilidad de las drogas es cada vez más amplia, la oferta más variada y el precio más bajo. Las redes son ahora un importante centro de despacho mientras las autoridades siguen mirando a las esquinas. Hoy, en una ciudad como Medellín, conseguir un porro tiene casi el mismo grado de dificultad que encontrar un cigarrillo menudeado. Y los precios son muy parecidos, un bareto generoso vale dos mil pesos y un cigarrillo suelto va por los mil en tiendas y chazas.
La percepción ciudadana sobre la marihuana ha cambiado mucho en los últimos quince años. En una encuesta de Invamer de octubre de 2022, el 43 % de los consultados dijo estar de acuerdo con la legalización del cannabis. La gente ya no se esconde en los matorrales ni debajo de los puentes para prender un porro. Tiene más reproche social orinar contra un muro. El humo de ese barillo ya no hace llorar. Cualquiera de quienes celebran los decretos prohibitorios debería pararse en una acera que lleve a una importante estación de transporte público para que vea el desfile de trabajadores que comparten unos plones camino a sus barrios. No son drogadictos ni ladrones ni desadaptados, corrientes asalariados que acaban de dejar la “oficina”.
Y qué tal que fueran a las canchas, sean sintéticas o de arenilla, para que notaran que se puede hacer deporte con un poco de humo en la cabeza. Y que un picao corriente podría ser colinos vs. sanos. Eso por no hablar de quienes hacen sus rutinas de pesas al aire libre. Y piensen en las tribunas populares en los estadios, un ambiente con restricciones policiales “estrictas”, donde las tribunas se convierten en una caldera. Uno de los mejores símbolos de esa pelea perdida y absurda.
Pero además deberían ver la actitud de muchos consumidores ante la presencia de menores. He visto a algunos, estando con mi hija en un parque o en el estadio, buscar un lugar lejano para prenderlo, o soportar con vergüenza el regaño de un policía que los sorprendió, o trastear el parqués para echar humo a una distancia suficiente. Porque los chirretes también tienen hijos y sobrinos y conciencia de respeto. Pero la idea del consumidor zombie sigue como alucinación.
La domesticación de la marihuana es un hecho irreversible. Estará siempre en las calles y en los parques así pongan de nuevo a los policías a patrullar con una libreta para imponer sanciones que nadie pagará. Una presencia indeseable para muchos, eso es entendible, como las nubes negras de las volquetas y el ruido de las motos y la niebla del tabaco. Lo anuncios de mano dura y los decretos son solo una pose política, ni quienes los firman creen en ellos como verdadera protección contra el consumo de menores.
Las ciudades claman por más policías y algunos alcaldes quieren ocuparlos siguiendo el rastro de un humo cada vez más ubicuo. Terminarán confundidos, como los perros antinarcóticos a la entrada de Rock al parque.