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En 1983, la basura era el principal problema de Medellín. Una montaña de desperdicios, donde sobrevivían al menos tres mil personas todos los días, esperando los camiones recolectores, esculcando en compañía de los gallinazos, era la única caneca de toda la ciudad. Allí había un barrio de tugurios que era también la mayor vergüenza de ese Medellín que apenas acababa de inaugurar una terminal de transporte. A Moravia, como se llamaba el morro y el barrio, llegó tarde el Estado. Un cura revolucionario, Vicente Mejía, había estado a finales de los setenta predicando religión y política. Fidel Castro se llamó por entonces al barrio basuriego. La policía aparecía solo para los desalojos y el tren, que todavía rodaba, pasaba por la orilla del barrio dejando caer monedas y otros ripios.
Era el escenario perfecto para el nacimiento de un mito local. Fidel Castro estaba muy lejos y el padre Mejía ya estaba exilado. Entró el diablo y escogió. Pablo Escobar ya era representante a la cámara suplente y la construcción de Medellín sin tugurios marchaba con buen flujo de caja. Casas de “material”, conectadas a servicios, para dos mil familias. Escobar quería trabajar de la mano de la alcaldía, pero las sombras ya estaban sobre su fortuna y fue imposible esa alianza público-privada. Virginia Vallejo lo había lanzado unos meses antes al estrellato nacional en su programa ¡Al ataque!, con un vistazo a Moravia y una entrevista a Escobar. En marzo del 83 se anunciaba la “gran corrida de beneficencia” del programa Medellín sin tugurios, un mano a mano entre César Rincón y Pepe Cáceres. Publicidad política pagando. En un folleto de cuarenta páginas entregado a los asistentes estaba la información taurina y filantrópica: “El hecho de que un ciudadano ejerza la política, no le impide realizar obras sociales, ojalá todos los movimientos políticos emprendieran campañas de esta naturaleza”.
Apenas un año después, Rodrigo Lara Bonilla fue asesinado por Byron de Jesús Velásquez, un joven de 18 años llegado a Bogotá para cumplir las órdenes de un capo todavía agazapado. En solo diez años, desde el homicidio de Lara hasta la caída de Escobar, Colombia vivió la más cruenta guerra de su historia de guerras cruentas. Pablo Escobar logró encerrar al presidente en el Palacio, cambiar el rumbo de la política, imponer reformas constitucionales, negociar su entrega y poner la semilla de los paras en cabeza de sus verdugos. “Su reinado fue intenso pero corto, pareció un siglo pero fue una década”, dice Alonso Salazar, autor de La parábola de Pablo.
Luego del terror, cuando el hombre ya estaba descalzo en la bandeja de la morgue, se multiplican las dudas: ¿Quién lo mató? Hay al menos tres que se adjudican el disparo; bueno, cuatro, porque la familia de Escobar asegura que se suicidó. Decenas de preguntas y mentiras oscurecen y alumbran al mito. Y vienen las anécdotas, su moto de dos colores para despistar a la policía, sus caminatas de incógnito por el centro de Medellín siendo el hombre más buscado del mundo.
El mito era inevitable y la vergüenza de ser su cuna y su tumba es un complejo típico de quien pretende exagerar sus virtudes. Borrar su nombre, esconder su cara, tumbar el edificio donde vivió, indignarse por la venta de souvenir de “plata o plomo” se parece mucho a los esfuerzos de los rezanderos contra el maligno. Pura e inútil superstición.
El venezolano que vende cremas en el cementerio donde enterraron a Pablo Escobar y hace de guía cuando los dos titulares de la “historia” están ocupados, habla con una sonrisa contenida con algo de reverencia. Los visitantes leen las lápidas y pisan la tierra con timidez, algo palpita ahí debajo, algo palpita treinta años después debajo del tapete donde muchos pretenden barrer a Escobar.