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La pólvora es el último recurso, la solución de los enajenados y los mártires, de los elegidos por el dios del odio. Y las chispas son la luz de la política actual aquí en Cafarnaúm, entiéndase una pequeña y desaparecida ciudad del actual Israel. Que los insultos venden más que los discursos es una historia vieja, nacida mucho antes del “salir a votar berracos”. Los estribillos callejeros contra diferentes políticos son ahora las encuestas a boca de urna y las extremas son quienes imponen los coros.
Eslovaquia acaba de vivir el momento de la pólvora en un ataque contra su primer ministro, un hecho que no se había visto en más de dos décadas en Europa. Un escritor menor, pacifista hasta hace unos años, preocupado por el estado mental de su país y del planeta —“el mundo está lleno de armas, parece que la gente se está volviendo loca”—, fue el autor de los disparos que casi dejan fuera de combate a Robert Fico. Un político que migró, como tantos, del comunismo a la extrema derecha y que se ha hecho experto en azuzar a sus partidarios. Homofóbico, misógino, antiinmigrantes, admirador de Putin y de las grandes camionetas, Fico trata a los medios de “hienas idiotas” y “sucias prostitutas antieslovacas”. A la presidenta actual, una socialdemócrata moderada ya de salida, la ha llamado “puta americana”, iniciando el coro de sus seguidores, y al terminar el “discurso”, luego de la emoción colectiva, ha dicho: “Cuanto más puta es una persona, más famosa se vuelve”.
El primer ministro convaleciente no habla solo a la derecha, alienta a los extremistas de cualquier orilla, sabe muy bien que no se trata de coherencia ideológica sino de afinidad y rabia. No es extraño que su agresor, Juraj Cintula, lo apoyara en la causa contra los gitanos y lo maldijera por sus políticas para tomarse la televisión pública.
Luego de los balazos a Fico, los políticos han salido a pedir moderación frente al lugar común del “país dividido en dos”. Quienes antes se insultaban ahora se convocan al silencio y la calma. Pero no resulta fácil. El ministro del Interior aseguró que estaban al borde de una guerra civil, el presidente electo advirtió a los “maestros del teclado” de posibles repercusiones. La presidenta en ejercicio, Zuzana Caputová, fue la única en entonar un mea culpa: “Lo que pasó ayer fue un acto individual, pero el ambiente tenso de odio fue nuestro trabajo colectivo”. Las elecciones al Parlamento Europeo son en unas semanas y no habrá otra forma de llamar a los adeptos. Un poco de incienso y mucha chispa.
Las matanzas en Ucrania y Gaza alientan la política de los extremos en todo el mundo, contagian la rabia y prometen la posibilidad de estar en el lado correcto de la historia. Los enajenados pervierten la política. Por eso las banderas franquistas ondean en España y la pelea contra la esvástica es cosa de todos los días en Europa. Y por eso Putin puede retar a la OTAN en las propias calles de los países miembros.
Solo un primer ministro baleado logró que miráramos hacia Eslovaquia, el agujero negro de Europa, según decía a finales de los 90 la entonces secretaria de Estado de Estados Unidos, Madeleine Albright, para encontrar un diagnóstico que se repite por toda Europa, por América del Sur —como lo acaba de mostrar Milei en España insultando a Sánchez— y por Estados Unidos. La política se ha hecho predecible en los combates en redes, escenarios, calles y parlamentos, pero las consecuencias no son fáciles de prever. Un jubilado de 71 años con interés político, un taller de escritura llamado Dúha (arcoíris) y un arma amparada pueden hablarnos del salto de la liebre del odio aquí y en la Conchinchina.