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Las barras son gueto y familia, pandilla y refugio, son religión y negocio, fiesta y tropel. Y muchas veces una pequeña radiografía de nuestros barrios y sus filos, de sus jerarquías de esquina y sus viajes reales o alucinados. La tribuna es la calle pura y dura, pero el vidrio de las cabinas todo los distorsiona y desde las redacciones deportivas casi siempre se simplifica y generaliza con descalificaciones inútiles: “Delincuentes disfrazados de hinchas”, “vándalos”, “matones”, “bandidos”, “asesinos”. Y, como ocurre tantas veces, se clama por el código penal y la cárcel como única solución.
Tratar como un simple asunto delincuencial el tema de las barras es una apuesta al fracaso. En todas partes del mundo, las barras tienen un incentivo que las hará irresistibles para muchos, una promesa para algunos de los jóvenes que no tienen nada qué perder ni donde escamparse. Pasa en Colombia como pasaba en Inglaterra. Algunos testimonios de ex integrantes de los Hooligans describen a los pelaos que ‘piratean’ en las carreteras de Colombia persiguiendo sus colores: “De repente tienes una nueva sociedad, un nuevo equipo, porque uno crece con las reglas de otros, las de tus padres, las de la escuela. Y de pronto tú estás haciendo las reglas”. Reglas nuevas y lealtades sagradas y peligrosas, los trapos son trofeos y los rivales, enemigos. Para una “primera línea” de las barras, la gresca es más importante que el juego, el rival es enemigo y el odio a la bandera local ahora es más importante que la pasión por la propia: “Luego de la pelea te sientes frenético por semanas. Todavía siento una cosquilla cuando pienso en eso. Quieres tener más y más, porque se vuelve excitante, es adictivo”.
¿Proscribir o integrar? es la gran pregunta que se hace en todas partes. El ejemplo de siempre sobre el éxito de la mano dura viene con la ‘Dama de hierro’ y la Inglaterra de los ochentas. Cámaras en los estadios, condenas penales, grupos especiales de policía y fiscalía contra los Hooligans. Entre 1985 y 1989 murieron 194 personas en estadios en tres tragedias provocadas por hinchas ingleses en Bruselas, Sheffield y Bradford. Para muchos, la medida de verdad efectiva fue multiplicar por tres el precio de las boletas y sacar a los jóvenes de los barrios populares de los estadios. ¡Que peleen afuera!
Entre nosotros es una solución imposible. Las barras ponen cerca de una tercera parte de la taquilla de los grandes clubes y, si los sacan con precios, no habrá quién los reemplace. Esa purga sería una buena manera de acabar la violencia y el fútbol criollo.
Argentina es el ejemplo de una “estabilidad” problemática. Las barras han adquirido una gran importancia fuera de los estadios. La política, el crimen organizado, el manejo de los clubes, la influencia sobre el sistema judicial hacen parte de su poder más allá de la tribuna. Manejan todos los negocios afuera de los estadios, incluido el microtráfico. En ocasiones, cobran por traspasos de jugadores, son dueños de la reventa. Han llegado muy lejos.
En Colombia hay historias exitosas de relación entre barras, equipos y administraciones locales. Las barras pueden ser una herramienta de integración, pueden compartir responsabilidades con autoridades en los estadios, pueden adquirir compromisos y autorregularse. Esa idea de sacarlas del juego solo las hará más radicales y, muy seguramente, les dejará en manos de los combos y el crimen. Si el Estado veta su organización y su desorden, si solo cree en los gases y la tanqueta, siempre habrá quien aprecie su lealtad y constancia, su furia y su mano de obra barata. La indignación de cabina no es una buena consejera para entender el aguante de la tribuna.