Es normal que los escritores amen sus papeles y sueñen con sus primeras mecanografías, con los rayones iniciales de su imaginación. Nadie renuncia fácilmente a las promesas que han costado sudor. Y también es lógico que detesten a los personajes que no logran caminar según su gusto o se alejan de sus habilidades en la mecanografía. Y que duden del balbuceo de las primeras páginas y de la valía de la tinta todavía fresca. Los manuscritos son, hasta para los autores consagrados, seres traicioneros, animales que no han mostrado del todo su carácter y pueden resultar crueles por defecto, venenosos, deformes al ojo de los lectores. Esa doble condición ha hecho que muchas veces los libros inacabados e insatisfactorios no conozcan el fuego ni las picadoras de papel, que simplemente se condenen por autores incapaces de hacer cumplir la pena. De modo que dan dos órdenes contradictorias: “quemen esa basura, pero entre tanto guárdenla en una caja fuerte”.
Plegarias no atendidas
13 de marzo de 2024 - 02:05 a. m.