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El poder tiene siempre el delirio de persecución. No viene de la vulnerabilidad o el temor, sino de la prepotencia, del ego, del convencimiento sobre sus intenciones benévolas y la maldad de quienes los cuestionan. Y de uno que otro secreto palaciego que es mejor no ventilar. No es un asunto de ideología sino de teología personal. Y cuando el círculo cercano de esos poderosos, quienes ostentan una banda presidencial, es sumiso y condescendiente frente al jefe, las cosas se ponen peores. La resistencia a la crítica es un músculo, y si no se ejercita, se atrofia.
Desde el día uno de su mandato oímos a Nayib Bukele bramar contra la prensa. Ningún medio le sirve a su idea clara y concisa: poder total. “Panfletos”, “medios vendidos”, “plumas pagadas”. Las alertas contra la libertad de prensa que publica cada año LatAm Journalism Review, crecieron un 800 % en El Salvador entre 2022 y 2023. Eso incluye amenazas, discurso estigmatizante, detención arbitraria, procesos penales y otros indicadores. De la palabra se pasó a los hechos y un medio crítico como El Faro, debió salir del país para “originar” desde Costa Rica.
Javier Milei también se aburre con los medios. Está acostumbrado a los conciertos electorales y las banderas agitadas del león. Entonces comenzó pronto a rugir contra las preguntas, las dudas, los cuestionamientos. “Los periodistas son mentirosos y calumniadores seriales”, dijo en entrevista con la BBC. Hace quince años, Cristina Fernández de Kirchner impulsó una ley de medios para que un órgano oficial pudiera premiar o castigar a los medios bajo el pretexto de buscar la pluralidad. Habló de combatir a los “monstruos mediáticos”.
Como presidente, Álvaro Uribe tildó a varios periodistas (Hollman Morris, Claudia Julieta Duque, Jorge Enrique Botero, Daniel Coronell, Julián Martínez, Cecilia Orozco) con epítetos variados: “cómplices del terrorismo”, “periodistas pro FARC”, “mentirosos y miserables”, “serviles al terrorismo”. Dijo además que algunos medios de comunicación estaban “haciendo daño a la legitimidad institucional” y que la libertad periodística no podía sustituir a la justicia.
Gustavo Petro lleva un buen tiempo de arengas contra la prensa. Los insultos, los señalamientos y las amenazas de denuncias por parte su círculo cercano son recientes así que no vale la pena recordarlos. Es una estrategia que tiene varios fines: descalificar la crítica, convertir a toda la prensa en oposición política y ganar los aplausos de una parte de la sociedad que desconfía de los medios tradicionales mientras aplaude a los influencers pagados por el gobierno. Al menos ocho parlantes importantes en las redes trabajan a su servicio. Y el periódico Vida, pagado y escrito por empleados del gobierno, se regala como fuente de verdad.
El presidente, tan pendiente de los organismos internacionales, debería leer alguno de los informes de la CIDH sobre libertad de prensa. Le conviene saber que “los funcionarios públicos están sujetos a un mayor escrutinio por parte de la sociedad.” “Y que deben ejercer su libertad de expresión con particular discreción” y “ejercerla con una diligencia aún mayor a la debida por los particulares (…) en razón de su alta investidura y al amplio alcance y eventuales efectos que sus expresiones pueden llegar a tener en determinados sectores de la población”. Algo que podría resumirse en una obligación, para quienes ejercen un importante poder público, de mayor aguante a la crítica, cuero duro, y mayor responsabilidad al momento de defenderse, pulso manso. Para eso es necesaria una gota de prudencia, una pastilla de serenidad, una dosis de confianza, una pomada para las cicatrices y un masaje contra la soberbia.