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No es usual que en este país nos disculpemos con los niños. Hoy voy a contrariar esa costumbre:
Me dirijo, primero, de manera particular, a las niñas de noveno y décimo del Colegio Santa Francisca Romana, a quienes el pasado martes les incumplí mi compromiso de ir a conversar con ellas sobre el libro Mujeres en la guerra. ¡Perdón, niñas, por fallarles! Sé que habían preparado preguntas inteligentes, como acostumbran hacerlo en ese colegio; que habían movido agendas; que esperaban con entusiasmo el encuentro. Me dolió incumplirles. Pero no me quedó otra alternativa.
Ocurrió algo insólito, que vale la pena contar, a ver si el dueño de Avianca se entera de lo que ocurre en su empresa: el lunes, a las 11:30 p.m., la aerolínea canceló el vuelo 8529, en el que yo debía volar de Barranquilla a Bogotá a las 7:30 p.m. Primero dijeron que el retardo se debía al mal tiempo y que partiríamos a las 10:15 p.m. A las diez y media pasadas nos montaron a la aeronave. Demoraron como media hora para cerrar las puertas. Casi otro tanto para encender motores. Y cuando ya el avión iba a a carretear, dieron orden de regresar y de descender. Cancelaron el vuelo. Y el motivo fue inverosímil: uno de los tripulantes completaba su tiempo máximo de vuelo a las 12 de la noche y ya no podía viajar. ¡Hubieran podido preverlo mucho antes! Pero no… Los pasajeros, enfurecidos, les reclamaron a las funcionarias de Avianca, que no sabían qué decir. Varios temían que los despidieran de sus trabajos por faltar la mañana siguiente. Yo temía incumplirles a ustedes y al colegio. A las 2 a.m., llevaron a los pasajeros a distintos hoteles. El vuelo despegó finalmente sobre las 9:30 a.m. del martes y aterrizó en Bogotá un poco antes de las 11, justo a la hora en que debía iniciar mi charla en el colegio. Avianca se disculpó y nos ofreció recompensa en millas o algún reembolso en dinero. Pero el mal ya estaba hecho…
¡Perdón, niñas!
***
Sin embargo, ante todo, les ofrezco disculpas a esas decenas de miles de niños que en La Guajira, Chocó, Bolívar y, en general, en las zonas más pobres de Colombia padecen desnutrición, mientras que los hampones incrustados en el Gobierno Nacional, en las administraciones municipales y departamentales, y entre muchos de los contratistas del Instituto de Bienestar Familiar, que más parecen bandas de forajidos, se roban la comida que deben dar en los planteles infantiles y que, en la mayoría de los casos, constituye el principal alimento de esos niños.
Es que no hay derecho a que el mismo día en que se publica un informe del Ministerio de Salud, que establece que entre los menores de cinco años la desnutrición aguda subió casi dos puntos, que en cuatro de cada diez de esos niños se presenta algún grado de desnutrición, que más del 7 % de los que tienen entre cinco y 12 años están retrasados en talla, y que el 10 % de los adolescentes de las zonas más pobres también lo está, la Contraloría revele que en alimentos como el pollo se pagaron precios cinco veces mayores a los del mercado y que el año pasado dejaron de entregárseles a los niños más pobres raciones por valor de $33.000 millones. Y todo ello ocurre después del escándalo mayúsculo de hace unos meses, cuando se destapó la olla podrida de los contratos de alimentación escolar y el Gobierno, y los funcionarios de control, se rasgaron las vestiduras y dijeron que esos robos criminales ¡jamás se repetirían! Pero todo sigue igual.
¡Perdón, niños!