El reto del nuevo ministro de Defensa, Diego Molano, es monumental. Recibe una cartera que, por omisión, es responsable de que el año pasado hubiera, según Naciones Unidas, 66 masacres con un saldo de 250 víctimas, la cifra más alta desde el 2011; que 120 líderes sociales fueran asesinados; que en el primer mes de este año llevemos siete masacres, 19 líderes sociales y cinco excombatientes acribillados, según Indepaz, y que desde la firma del Acuerdo de Paz vayan, según esa institución, 254 excombatientes asesinados.
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El reto del nuevo ministro de Defensa, Diego Molano, es monumental. Recibe una cartera que, por omisión, es responsable de que el año pasado hubiera, según Naciones Unidas, 66 masacres con un saldo de 250 víctimas, la cifra más alta desde el 2011; que 120 líderes sociales fueran asesinados; que en el primer mes de este año llevemos siete masacres, 19 líderes sociales y cinco excombatientes acribillados, según Indepaz, y que desde la firma del Acuerdo de Paz vayan, según esa institución, 254 excombatientes asesinados.
Todo ello obedece, sin duda, a que el Estado no controla el territorio. De modo que la principal tarea del ministro Molano es diseñar y ejecutar una política de seguridad coherente con la que se logre ejercer control en todo el territorio, para que cesen los enfrentamientos entre las bandas armadas que luchan por ser el único poder en sus respectivas zonas. Para conseguir ese propósito se requiere, ante todo, entender el problema, es decir, estar convencidos de que la situación cambió. Ya no se trata de combatir una organización político-militar empeñada en tomarse el poder por las armas, sino de derrotar organizaciones mafiosas enquistadas en los poderes locales y, en muchos casos, apoyadas por sectores de ellos, las cuales, a veces, cuentan también con la complicidad de algunos miembros de la fuerza pública.
Además, el ministro Molano encuentra unas fuerzas armadas que han sido cuestionadas por actos de corrupción, el escándalo de las “chuzadas”, las denuncias de brutalidad policial, asesinatos como el del ex-Farc Dimar Torres, delitos sexuales y peleas internas, como la que ocasionó la salida del anterior director de la Policía.
Como si todo esto fuera poco, Molano llega a dirigir una institución profundamente dividida, cuya unidad es indispensable para conseguir el que debe ser su propósito principal: consolidar el monopolio de la fuerza, de manera que en todo el territorio reinen la paz y la seguridad ciudadana. Para obtener esa meta tan ambiciosa en el año y medio de gobierno que queda, el ministro tendría que ejercer un liderazgo contundente sobre las fuerzas armadas, que no lo tiene ni el presidente de la República.
En pocas palabras, lo que debe conseguir Molano es que terminen de depurarse las fuerzas armadas, que salgan de sus filas quienes hayan cometido delitos o abusos, que se recupere su credibilidad y que no acabe de fracasar la política de seguridad democrática en la era de Iván Duque, porque, paradójicamente, este gobierno uribista en lo que más ha fallado es en consolidar la principal bandera de su jefe.
¡Menuda tarea la que tiene por delante el ministro Molano!
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La salida de Roberto Pombo de la dirección de El Tiempo es una mala noticia para el periodismo y para el país. Su profesionalismo, don de gentes y sentido del humor lograron llevar al periódico por una senda de equilibrio en momentos en que ocurrían grandes cambios internos: el tránsito del poder accionario de los Santos, una familia de periodistas, a Planeta, una empresa editorial, y finalmente a Luis Carlos Sarmiento, principal dueño de la banca en el país. Esperamos que quien reemplace a Roberto sea un periodista idóneo como él, que garantice la calidad y la credibilidad del periódico.