Corría el año de 1997. Lucy Díaz, mi eficaz secretaria, a quien un infarto se la llevó prematuramente, agitó con su mano la bocina mientras yo conversaba con alguno de los periodistas de la vieja revista Cambio. Afanada, me dijo: “El maestro al teléfono”. Me acerqué a su escritorio, tomé la llamada y me encontré con esa voz inconfundible que me decía:
—Oiga esto.