Corría el año de 1997. Lucy Díaz, mi eficaz secretaria, a quien un infarto se la llevó prematuramente, agitó con su mano la bocina mientras yo conversaba con alguno de los periodistas de la vieja revista Cambio. Afanada, me dijo: “El maestro al teléfono”. Me acerqué a su escritorio, tomé la llamada y me encontré con esa voz inconfundible que me decía:
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Corría el año de 1997. Lucy Díaz, mi eficaz secretaria, a quien un infarto se la llevó prematuramente, agitó con su mano la bocina mientras yo conversaba con alguno de los periodistas de la vieja revista Cambio. Afanada, me dijo: “El maestro al teléfono”. Me acerqué a su escritorio, tomé la llamada y me encontré con esa voz inconfundible que me decía:
—Oiga esto.
De inmediato, y durante varios minutos, Gabriel García Márquez me leyó un fragmento de En agosto nos vemos, esa novela suya que se publicó el miércoles 6 de marzo, día en que hubiera cumplido 97 años, y que empezó a leerse en todos los países de lengua española, además de Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Francia, Italia, Holanda, Dinamarca, Portugal, Brasil, Grecia, Corea del Sur, Israel y los países árabes.
“Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el transbordador de las tres de la tarde. Llevaba pantalones vaqueros, camisa de cuadros escoceses, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla de raso, su bolso de mano, y como único equipaje un maletín de playa. En la fila de taxis del muelle fue directo a un modelo viejo carcomido por el salitre. El chofer la recibió con un saludo de amigo y la llevó dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas de bahareque, techos de palma amarga y calles de arena ardiente frente a un mar en llamas. Tuvo que hacer cabriolas para sortear los cerdos impávidos y los niños desnudos que lo burlaban con pasos de torero…”, leyó.
Gabo estaba feliz: su novela progresaba. Un par de años después, leyó otro fragmento en Casa de América en Madrid y, en abril de 1999, publicó el primer capítulo de En agosto nos vemos en la revista Cambio, con un destacado en la portada que decía: “Cambio publica el primer capítulo de la próxima novela de Gabriel García Márquez”.
No obstante, inmediatamente después, lo atacó el cáncer linfático y le llegaron la quimio y demás tratamientos que empezaron a minarle la memoria. Ya recuperado, escribió Vivir para contarla, su libro de memorias, de 471 páginas, publicado en 2001, y terminó su novela Memoria de mis putas tristes, de 109 páginas, aparecida en 2004. Pero el tercer capítulo de En agosto nos vemos se publicó en Cambio, un año antes, como un cuento titulado “La noche del eclipse”. Es decir que Gabo seguía trabajando en esa novela de la que conservó cinco versiones, a la última de las cuales —que sirvió de base para el libro que acaba de salir— le escribió el 5 de julio de 2004, de su puño y letra, grande y en tinta verde, “gran OK final”.
Después, a él le llegó esa enfermedad del olvido que, como una premonición, describe de manera tan conmovedora en Cien años de soledad, y los manuscritos se quedaron ahí, sin que él los destruyera como acostumbraba a hacerlo con sus textos imperfectos y sin que tampoco decidiera publicarlos.
Después de su muerte, en 2014, su familia envió a Austin su archivo para que fuera guardado en el Harry Ransom Center, de la Universidad de Texas. Allí permanecieron las cinco versiones de En agosto nos vemos hasta que Rodrigo y Gonzalo, los hijos de Gabriel García Márquez, con la ayuda del editor de sus últimos años, el español Cristóbal Pera, por fortuna, decidieron publicar la novela.
Ahora, gracias a esa decisión, los lectores tenemos el privilegio de disfrutar de nuevo de esa prosa única de Gabriel García Márquez, llena de poesía e imaginación, pero, ante todo, de una profunda comprensión de los vericuetos del amor y de la vida.