¡No hay derecho!, en el sentido literal de la expresión. O lo hay tanto, hay tantas leyes, instancias, decretos y organismos de control, en este país heredero del nefasto general Santander, que aquí el derecho no sirve o, lo que es peor, sirve para enredarlo todo.
Veamos un ejemplo: el 21 de marzo hubo protestas en varias cárceles del país para exigir medidas de prevención de contagio de coronavirus, con un resultado de 23 muertos y 82 heridos en La Modelo, de Bogotá. Dos días después, la ministra de Justicia, Margarita Cabello, y el director del Inpec, general Norberto Mujica, decretaron la emergencia carcelaria con el fin de “trabajar por la salud y la seguridad” de los presos, los funcionarios y sus familias, pero aclararon que esa medida no les permitía hacer excarcelaciones, ya que estas eran de competencia de los jueces. Diez días más tarde, la ministra anunció que trabajaba en un decreto para disminuir el hacinamiento y reducir las posibilidades de contagio del coronavirus en las prisiones. Y mientras ella pensaba y consultaba a sus asesores jurídicos, estalló la bomba sin que, en la práctica, el Estado hubiera hecho nada para evitarla: el 5 de abril murió el primer infectado de coronavirus en una cárcel colombiana, la de Villavicencio. El 11 de abril, el Inpec confirmó la muerte por coronavirus de un recluso de 78 años que, en esa misma cárcel, padecía enfermedad respiratoria. Ese mismo día se conoció el contagio de otro preso que estaba hospitalizado allí.
Mientras tanto, continuaban los interminables estudios jurídicos del borrador de decreto de excarcelación, primero por parte del Consejo Superior de la Judicatura y después por parte del fiscal general, Francisco Barbosa, quien le puso tantos peros y le hizo tantos recortes, que lo volvió inoperante, y la ministra aceptó sus objeciones.
Entonces, por fin, el 14 de abril, el Gobierno expidió el famoso Decreto 546 de 2020, que establece condiciones para conceder medidas transitorias de prisión domiciliaria a los reclusos, “con el fin de evitar el contagio de la enfermedad coronavirus”. Y agrega que la duración máxima de la medida será de seis meses. Es decir: luego de que, con el tal decreto, salgan cerca de 4.000 presos (en lugar de los 40.000 que deberían salir para aliviar el hacinamiento), a los seis meses tendrán que regresar a las cárceles.
Pero como las cosas en la justicia marchan a paso de tortuga paralítica, es la hora en que no ha salido el primer recluso, porque la decisión final sobre su libertad depende de los jueces de ejecución de penas, que son pocos y no dan abasto.
A todas estas, el coronavirus ya llegó a las cárceles Las Heliconias, de Florencia, y La Picota, de Bogotá. A la hora de escribir esta columna, se sabe de 74 contagiados entre presos y guardianes. Y dado el 54 % de hacinamiento que hay en las prisiones del país, aunque en cárceles como la de Santa Marta este índice es del 300 %, la velocidad de propagación del virus será inimaginable.
Entonces, mientras discuten nuevas adiciones y modificaciones al decreto, se producirá el “genocidio carcelario”, como lo advierten en un comunicado decenas de docentes e investigadores de derecho penal y criminología. Luego vendrán las multimillonarias demandas que, con toda razón, interpondrán y ganarán los familiares de los presos muertos por la negligencia del Estado en este genocidio anunciado.
www.patricialarasalive.com, @patricialarasa
Video: ¿Quién tiene la vacuna contra el coronavirus?
¡No hay derecho!, en el sentido literal de la expresión. O lo hay tanto, hay tantas leyes, instancias, decretos y organismos de control, en este país heredero del nefasto general Santander, que aquí el derecho no sirve o, lo que es peor, sirve para enredarlo todo.
Veamos un ejemplo: el 21 de marzo hubo protestas en varias cárceles del país para exigir medidas de prevención de contagio de coronavirus, con un resultado de 23 muertos y 82 heridos en La Modelo, de Bogotá. Dos días después, la ministra de Justicia, Margarita Cabello, y el director del Inpec, general Norberto Mujica, decretaron la emergencia carcelaria con el fin de “trabajar por la salud y la seguridad” de los presos, los funcionarios y sus familias, pero aclararon que esa medida no les permitía hacer excarcelaciones, ya que estas eran de competencia de los jueces. Diez días más tarde, la ministra anunció que trabajaba en un decreto para disminuir el hacinamiento y reducir las posibilidades de contagio del coronavirus en las prisiones. Y mientras ella pensaba y consultaba a sus asesores jurídicos, estalló la bomba sin que, en la práctica, el Estado hubiera hecho nada para evitarla: el 5 de abril murió el primer infectado de coronavirus en una cárcel colombiana, la de Villavicencio. El 11 de abril, el Inpec confirmó la muerte por coronavirus de un recluso de 78 años que, en esa misma cárcel, padecía enfermedad respiratoria. Ese mismo día se conoció el contagio de otro preso que estaba hospitalizado allí.
Mientras tanto, continuaban los interminables estudios jurídicos del borrador de decreto de excarcelación, primero por parte del Consejo Superior de la Judicatura y después por parte del fiscal general, Francisco Barbosa, quien le puso tantos peros y le hizo tantos recortes, que lo volvió inoperante, y la ministra aceptó sus objeciones.
Entonces, por fin, el 14 de abril, el Gobierno expidió el famoso Decreto 546 de 2020, que establece condiciones para conceder medidas transitorias de prisión domiciliaria a los reclusos, “con el fin de evitar el contagio de la enfermedad coronavirus”. Y agrega que la duración máxima de la medida será de seis meses. Es decir: luego de que, con el tal decreto, salgan cerca de 4.000 presos (en lugar de los 40.000 que deberían salir para aliviar el hacinamiento), a los seis meses tendrán que regresar a las cárceles.
Pero como las cosas en la justicia marchan a paso de tortuga paralítica, es la hora en que no ha salido el primer recluso, porque la decisión final sobre su libertad depende de los jueces de ejecución de penas, que son pocos y no dan abasto.
A todas estas, el coronavirus ya llegó a las cárceles Las Heliconias, de Florencia, y La Picota, de Bogotá. A la hora de escribir esta columna, se sabe de 74 contagiados entre presos y guardianes. Y dado el 54 % de hacinamiento que hay en las prisiones del país, aunque en cárceles como la de Santa Marta este índice es del 300 %, la velocidad de propagación del virus será inimaginable.
Entonces, mientras discuten nuevas adiciones y modificaciones al decreto, se producirá el “genocidio carcelario”, como lo advierten en un comunicado decenas de docentes e investigadores de derecho penal y criminología. Luego vendrán las multimillonarias demandas que, con toda razón, interpondrán y ganarán los familiares de los presos muertos por la negligencia del Estado en este genocidio anunciado.
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