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“Vengo de una madre muy maltratadora. Y yo estaba haciendo lo mismo con mis niños. Pero desde que entré a Semillas comencé a preguntarme: ‘¿es necesario que yo maltrate de la misma forma a mis hijos?’”, dice una de las madres que participan en el programa Semillas de Apego, adscrito a la facultad de Economía de la Universidad de Los Andes, el cual nació en 2014 con el propósito de promover la salud mental y sanar a las madres, padres y cuidadores de niños que están en su primera infancia. Así, al sanarse ellos mismos, reconocen los comportamientos de maltrato que ellos practican, muchos aprendidos de sus propias madres y cuidadores, comportamientos que, al repetirse, eternizan nuestra cultura generadora de violencia.
Abordar este tema es, seguramente, la labor más importante de este y de los futuros gobiernos: en entrevista que a mediados de los años 90 les hice para la primera revista Cambio a los doctores Otto y Paulina Kemberg, considerados la primera autoridad en las llamadas personalidades fronterizas, ellos explicaron cómo el maltrato en la primera infancia, primero físico y después sicológico y sexual, es la principal causa de que, después, las personas se vuelvan violentas. Y ese componente del maltrato como detonante de la violencia se potencia con la pobreza, la violencia o el desplazamiento.
Por eso es tan importante este programa que dirige el profesor Andrés Moya, un doctor en economía que afirma que sacar adelante Semillas de Apego es su proyecto de vida. En él participan hoy 2.400 cuidadores ubicados en los barrios de Bosa, Suba y Engativá de Bogotá; en Barranquilla, Soledad y Malambo en el departamento del Atlántico; en Montería en Córdoba; en Cúcuta, Villa del Rosario y Los Patios en Norte de Santander; en Jamundí y Cali en Valle; en Medellín y en Tumaco.
Hasta hoy, ha habido cerca de seis mil cuidadores impactados por este programa que, además de darles en cada sesión un refrigerio y un pago de cerca de once mil pesos, les ofrece un entrenamiento que dura tres meses y medio, en sesiones de dos horas y media una vez a la semana, realizadas en grupos de 16 a 18 personas, a los cuales asisten también dos facilitadoras cuyo principal requisito es ser mamás y haber recibido un entrenamiento de ocho horas diarias durante tres semanas. Estas facilitadoras les hacen preguntas certeras a los participantes, y así, desencadenan unas dinámicas del estilo de las que se viven en los grupos de alcohólicos anónimos, donde los asistentes se despojan de sus secretos y comparten sus vivencias más profundas. Así se llega al tema de los hijos, de las dificultades y desafíos que genera su crianza, y se crean lazos entre los miembros del grupo quienes, además, empiezan a valorarse como personas, a cuidarse y a permitirse cosas que antes no se permitían.
“Desde que entré a Semillas he cambiado mucho en mi vida personal”, dice una facilitadora. “Yo vengo de una familia muy maltratadora, pero me he sanado. Dejé de estar acusando a mi mamá y a mí misma, y me di cuenta de que mis hijos son diferentes a mí. Ahora me coloco más en sus zapatos”, agrega.
Entonces, a base de sanar la salud mental de quienes cuidan a los niños, el programa sana a las comunidades. Obviamente, el radio de acción de Semillas de Apego es muy reducido. Para generar un verdadero impacto ese proyecto debería llevarse a cada rincón del país.
Todo un programa para un gobierno que de verdad se proponga acabar con la violencia.