“Aquí no hay racismo”, dijo un conocido político, miembro de una de las familias de mayor abolengo del país, exministro y varias veces embajador en Europa, quien asistía a un pequeño homenaje para Luis Gilberto Murillo, que por esos días iba a ser nombrado embajador de Colombia en Washington.
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“Aquí no hay racismo”, dijo un conocido político, miembro de una de las familias de mayor abolengo del país, exministro y varias veces embajador en Europa, quien asistía a un pequeño homenaje para Luis Gilberto Murillo, que por esos días iba a ser nombrado embajador de Colombia en Washington.
Varios de los asistentes lo refutamos.
Recuerdo ese episodio ahora, cuando el racismo —cuya existencia niega el distinguido exfuncionario, como lo hacen tantos compatriotas— explotó en Colombia de manera innegable a raíz del ataque que acaba de sufrir la vicepresidenta Francia Márquez, quien fue insultada e injuriada de la manera más soez por una de las asistentes a la primera manifestación de protesta que hizo la oposición contra el gobierno de Gustavo Petro, como consta en un video que se volvió viral. Quien la atacó fue una señora estridente y blanca que dijo llamarse Esperanza Castro y adorar al expresidente Álvaro Uribe. Así como lo hicieron la cantante Marbelle, el parlamentario Polo Polo y tantos otros que se expresaron durante la campaña en las redes sociales, la tal señora insultó a la vicepresidenta por ser negra y pobre y porque, siéndolo, ocupa el segundo cargo más importante del país. “Los simios gobernando… ¿Qué educación puede tener un negro? Los negros roban, atracan y matan”, se atrevió a vociferar esta peligrosa mujer que, por desgracia, representa a muchos que piensan como ella.
Lo peor es que, a juzgar por las cifras que reflejan la discriminación de la que han sido víctimas los negros, de alguna manera representa también el racismo que a lo largo de siglos ha practicado nuestro Estado. Si no fuera así, ¿cómo se explica que la proporción de negros en pobreza sea casi el doble que la del país? ¿Y que los negros sin acceso al agua potable sean cinco veces más que el resto de la población? ¿Y que el porcentaje de negros que han terminado bachillerato esté cerca de dos puntos por debajo del resto de la población? ¿Y que los negros desplazados sean más del doble que la proporción de desplazados de la población en general? ¿Y cómo se explica que mientras en Colombia los negros son el 10 % de la población, el 38,38 % del total de víctimas del conflicto sean negros y el 35 % de los líderes sociales asesinados entre 2015 y 2019 también lo hayan sido?
Esas preguntas sólo tienen una respuesta: todo ello se explica porque Colombia es un país en extremo racista.
Ese racismo únicamente puede empezar a corregirse, primero, si se reconoce que existe; segundo, si sus manifestaciones se castigan y rechazan con severidad, como debe hacerse en el caso de la señora Castro; tercero, si se emprende una campaña masiva de educación antirracista, y, cuarto, si el Estado desarrolla una acción decidida para igualar los indicadores de bienestar de las poblaciones negras a los del resto del país.
Mientras eso no suceda, todo lo que se haga equivaldrá a manifestaciones huecas que carecerán de impacto.
Y mientras todo ello se corrige, no podemos sino pedirle mil veces perdón a Francia Márquez por las injurias de que ha sido víctima. Y agradecerle, además, su valerosa lucha de antaño en contra de la minería ilegal y su importantísima labor de ahora en favor de la igualdad y de la dignidad, lucha que nuestra respetada vicepresidenta librará hasta que “la dignidad se vuelva costumbre”.
Debido a vacaciones de la autora, esta columna volverá a aparecer el 11 de noviembre.