— “Mataron a Rodrigo Lara”, me dijo por teléfono mi asistente.
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— “Mataron a Rodrigo Lara”, me dijo por teléfono mi asistente.
— “¡No!”, grité.
Estallé en llanto. Me comenzó un dolor de espalda que se acrecentó durante meses.
Recordé entonces, como si fuera una película, ese inolvidable fin de semana que pasé con Rodrigo, entonces ministro de Justicia, su esposa Nancy Restrepo y sus tres niños, en la finca que había sido de mis padres, y que esta semana, con motivo de que se cumplieron cuarenta años de su muerte, volví a revivir.
El ministro, quien había recibido múltiples amenazas por su lucha suicida contra el narcotráfico, llegó a la finca el viernes por la noche, cargado de tamales y botellas de vino. Les dijo a sus escoltas que se fueran y regresaran el domingo en la tarde.
Mientras los niños jugaban, durante dos días, Rodrigo echó buenos chistes opitas, como era su costumbre; se rio a carcajadas; pero también habló de sus tristezas y temores: él sabía que lo iban a matar. Para irse del país y escapar a la muerte, estaba solamente esperando que le saliera el nombramiento como embajador en Checoeslovaquia, adonde el presidente Belisario Betancur lo iba a enviar para protegerlo.
La situación del ministro Lara se había complicado mucho porque, a raíz de una denuncia que él hizo sobre la presencia de dineros del narcotráfico en el fútbol y la política, y de una declaración suya en el sentido de que en el Congreso se había infiltrado el narcotraficante Pablo Escobar, quien había sido elegido suplente del representante a la Cámara Jairo Ortega, a su vez elegido en la lista que para el Senado había encabezado el exministro de Justicia Alberto Santofimio, Escobar le dio al ministro Lara 24 horas para que rectificara su afirmación porque, según él, él era “un hombre de bien”. Como el ministro no rectificó, el capo le tendió una celada a través de Jairo Ortega, quien citó al ministro a un debate de control político y le sacó un cheque de $1 millón que el narcotraficante Evaristo Porras había girado a una cuenta de una ferretería de la familia de los Lara Bonilla, con cuyo manejo Rodrigo Lara nada tenía que ver. Entonces se armó un escándalo. Y el Nuevo Liberalismo, movimiento al que pertenecía el ministro, nombró un comité de ética para que investigara el caso. A partir de ahí, Rodrigo Lara, liberal de izquierda, honesto, vertical, valiente y orador formidable, arreció su lucha contra el narcotráfico: revivió viejos procesos penales contra los capos Escobar y Lehder, decomisó centenares de predios que usaban para producir droga y avionetas que utilizaban para transportarla, promovió la extradición en el Congreso, y, apoyado por el coronel Jaime Ramírez, el 28 de marzo de 1984, desmanteló en las selvas del sur los estratégicos laboratorios de Tranquilandia y Villacoca, lo cual acabó de enardecer a los capos.
Entonces, un mes y dos días después, lo mataron.
Su muerte fue una tragedia no solo para su familia y sus amigos, sino para Colombia entera. Porque, si hubiera sobrevivido Rodrigo Lara Bonilla, muy seguramente habría llegado a ser ese gran presidente liberal de izquierda que Colombia tanto necesita.
Nota: el 1.° de mayo, al cierre de esta columna, terminó de hablar en la plaza de Bolívar el presidente Gustavo Petro: definitivamente, él sigue siendo un gran líder. Su discurso tiene varias lecturas. Pero la principal es que, de nuevo, le abrió las puertas al gran acuerdo nacional, la única salida que tiene este país.