El legado de la austeridad destructiva

Paul Krugman
04 de enero de 2020 - 05:00 a. m.
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Hace una década, el mundo estaba viviendo las consecuencias de la peor crisis económica desde los años 30. Los mercados financieros se habían estabilizado, pero la economía real seguía con un pésimo desempeño, dado que había unos 40 millones de trabajadores europeos y estadounidenses desempleados.

Por fortuna, los economistas aprendieron mucho de la experiencia de la Gran Depresión. En específico, sabían que la austeridad en las finanzas públicas —recortar el gasto gubernamental en un intento por equilibrar el presupuesto— es una idea muy mala en una economía deprimida.

Por desgracia, los legisladores a ambos lados del Atlántico pasaron la primera mitad de la segunda década del siglo XXI haciendo exactamente lo que tanto la teoría como la historia decían que no debían hacer. Y este error en las políticas públicas causó estragos importantes en lo económico y lo político. Particularmente, la obsesión con el déficit de 2010-2015 ayudó a preparar el escenario para la actual crisis de democracia.

¿Por qué la austeridad en una economía deprimida es una mala idea? Porque la economía no es como una casa, cuyo ingreso y gasto son dos cosas separadas. En la economía en general, mi gasto es tu ingreso y tu gasto es mi ingreso.

¿Qué sucede si todos tratan de reducir el gasto al mismo tiempo, como sucedió después de la crisis financiera? El ingreso de todos se cae.

Entonces, para evitar una depresión, es necesario que alguien —a saber, el gobierno— mantenga o, mejor aún, aumente el gasto mientras todos los demás lo están disminuyendo. En 2009, la mayoría de los gobiernos ejercieron al menos un poco de estímulo fiscal.

Sin embargo, en 2010, el discurso en materia de políticas públicas se vio monopolizado por gente que insistía, por un lado, en que necesitábamos reducir los déficits de inmediato o nos convertiríamos en Grecia y, por el otro, en que los recortes al gasto no dañarían a la economía porque aumentarían la confianza.

El sustento intelectual de estas afirmaciones siempre fue débil, el puñado de documentos académicos que parecían favorecer la austeridad se vino abajo rápidamente al analizarlo y los acontecimientos pronto confirmaron una de las lecciones básicas de macroeconomía: Estados Unidos no se convirtió en Grecia y los países que impusieron una fuerte austeridad sufrieron reveses económicos serios.

Entonces, ¿por qué quienes elaboran políticas públicas y emiten opiniones estuvieron totalmente a favor de la austeridad cuando deberían haber estado luchando contra el desempleo?

Una respuesta, que no debería soslayarse, es que despotricar sobre los males de los déficits te hace sonar responsable, al menos ante la gente que no ha estudiado el tema o no se mantiene al día con la investigación económica. Por eso, solía burlarme de los centristas y las figuras mediáticas que predicaban la necesidad de austeridad, llamándolos “la gente muy seria”. De hecho, hasta la fecha, los multimillonarios con ambiciones políticas imaginan que las advertencias funestas sobre la deuda son una prueba de su seriedad.

Además de eso, la presión por la austeridad siempre estuvo motivada, en parte, por otras razones. Los temores de la deuda, en especial, se usaron como excusa para recortar el gasto en programas sociales y también para coartar las ambiciones de los gobiernos de centroizquierda.

Aquí en Estados Unidos, los republicanos se pasaron toda la era de Barack Obama alegando que estaban profundamente preocupados por los déficits presupuestales, obligando al país a permanecer años recortando el gasto, lo cual ralentizó la recuperación económica. En el momento en el que Donald Trump llegó a la Casa Blanca, todas esas supuestas preocupaciones se esfumaron, dándole la razón a quienes argumentamos desde el comienzo que los republicanos que se hacían pasar por guardianes del déficit eran unos farsantes.

Por cierto, este keynesianismo usado como arma política tal vez sea la principal razón por la que el crecimiento económico estadounidense ha sido bueno (no fabuloso) en los últimos dos años, aunque el recorte fiscal de 2017 no logró en absoluto el auge prometido en la inversión privada: el gasto federal ha venido creciendo a un ritmo que no se veía desde los primeros años de la década anterior.

Pero, ¿por qué nos importa esta historia? Después de todo, a estas alturas los índices de desempleo tanto en Estados Unidos como en Europa están casi por debajo de los niveles que tenían antes de la crisis. Es posible que a lo largo del camino hayamos sufrido mucho dolor innecesario pero, ya estamos bien, ¿o no?

No, no lo estamos. Los años de austeridad dejaron muchas cicatrices, en particular en la política.

La indignación populista que ha puesto en riesgo a la democracia en Occidente tiene muchas explicaciones, pero los efectos colaterales de la austeridad se encuentran entre las más importantes.

En Europa del Este, los partidos de nacionalistas blancos llegaron al poder después de que gobiernos de centroizquierda alejaron a la clase trabajadora al dejarse convencer o acosar para implementar políticas de austeridad. En el Reino Unido, el apoyo a los extremistas de derecha es más fuerte en regiones donde la austeridad en las finanzas públicas afectó con mayor fuerza. Y, ¿tendríamos a Trump si años de austeridad equivocada no hubieran retrasado la recuperación económica con Barack Obama?

Asimismo, sostengo que la manía por la austeridad dañó seriamente la credibilidad de la élite. Si las familias de la clase trabajadora ya no creen que las élites tradicionales saben lo que están haciendo ni que les preocupa la gente como ellos, bueno, lo que ocurrió durante los años de austeridad sugiere que están en lo correcto. Es cierto, es ilusorio imaginar que gente como Trump actuará para beneficiarlos más, pero es mucho más difícil denunciar a un estafador cuando pasaste años promoviendo políticas destructivas simplemente porque sonaban serias.

En resumen, estamos en este desastre en gran medida debido al camino erróneo que se tomó en materia de políticas públicas hace una década.

(c) The New York Times.

 

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