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La política siempre es cambiante, pero desde hace algunos años lo que viene ocurriendo es el nuevo paradigma de no a los partidos y sí a los nuevos espacios electorales de poder. Veamos:
Desde cuando hizo su aparición en la vida política norteamericana, Donald Trump fue objeto de controversias. Su fortuna, sus quiebras, su vida personal, sus incursiones en medios, sus frases, su postura, su carisma y sus permanentes renovables ideales. En fin, su figura generando más marca que contenido, tuvo un solo propósito: crear un espacio más allá de su partido. La nueva era del tradicional y gran Partido Republicano estadounidense comenzó con la creación de un movimiento ultraconservador que propuso velar por los intereses de los productores honestos, víctimas de un sistema que privilegia a los, según sus seguidores, inútiles y parásitos especuladores de los bancos a quienes, paradójicamente, había salvado el presidente Barack Obama por las medidas a favor del sistema financiero.
Ese movimiento fue el Tea Party. Con la creación de este espacio político los neoconservadores gringos fueron a los márgenes de la sociedad para empatizar con la repulsa hacia los “buitres de Wall Street”. Sin darnos cuenta fue en ese momento donde se bifurcaba la manera de hacer política, no solo en el país del norte, sino en el mundo. Como dato curioso, también nació el llamado Occupy. En otras palabras, un hecho como la crisis de 2008 le dio vida a la polarización de izquierda y de derecha.
La segunda versión del fenómeno Trump fue repotenciar ese novedoso espacio de poder con el marchitamiento del Tea Party y el surgimiento de un agrandado espacio llamado Make America Great Again (MAGA). El fondo de esta etapa ultraderechista consistió en recordar que el establecimiento republicano y demócrata había llevado al pueblo norteamericano a unas guerras mentirosas en Irak y Afganistán y quienes, en complicidad con los grandes medios de comunicación, mandaron estadounidenses a morir por una mentira. Y el otro ingrediente de este nuevo espacio electoral fue el rechazo a la cultura woke o progresista y sus desafueros en la expansión en materia de derechos de género e identitarios. Conclusión: blancos cristianos, afroamericanos, latinos y asiáticos acompañaron, o mejor, se incrustaron a esta nueva colera política obteniendo una victoria contundente.
En nuestro país la cosa no es diferente. Desde Belisario Betancur cuando se experimentó un movimiento nacional más allá del conservatismo para ganarle al candidato del partido liberal, Alfonso López Michelsen, comenzó una atropellada carrera por ver cómo, cuándo y quién podía ser el primer presidente “outsider” de la república de Colombia. En las elecciones del 2022 llegaron a la segunda vuelta, por primera vez en nuestra historia democrática, un candidato auténticamente de izquierda y por fuera de los partidos tradicionales, contra la otra opción encarnada por un empresario que de paso fue político de ocasión en una alcaldía. Es decir que Gustavo Petro y Rodolfo Hernández fueron la concreción de un experimento que se venía cuajando en la matriz democrática del país. Fue la victoria de los espacios políticos viables sobre los partidos clásicos a la colombiana.
El escenario del 2026 comienza a demostrar que la llamada “fila india” se terminó en nuestra democracia. Nadie sabe quién será el próximo (a) habitante de la Casa de Nariño. Lo que se observa es una campaña con una metodología inédita con la intención de descubrir conductas improbables de los electores. Una sociedad ansiosa que no encuentra el motivo de sus propios miedos. En unas democracias que no acaban de terminar con su pasado y no descubren aún un firme futuro. Aquel que descifre ese nuevo espacio podrá ganar y demostrar ser fuente de poder. Eso sí con un espacio alejado de lo tradicional que ofrecían las colectividades partidistas, incluida la del ganador del 2022.
