Fue Camus, según parece, el que dijo que una sociedad se conoce por sus cárceles. ¡Y de qué manera! Basta ver lo que está pasando un año después en Haití –un país inseguro, pauperizado, sin Dios ni ley– con los 18 mercenarios colombianos que participaron en el asesinato de su presidente Jovenel Moïse. Al hecho de estar privados de libertad y sin ser llevados a juicio, se suma que pasan hasta 72 horas sin comer, sin poder ir al baño –“nos toca hacer del cuerpo aquí adentro”, testimonió uno de ellos– y sufriendo tortura, a pesar de que la mayoría aceptó su participación en el hecho. En un informe que trae El Espectador del 7 de julio, la abogada de Eladio Uribe cuenta: “A él le quemaron con ácido los testículos y le arrancaron las uñas de los pies. Le dijeron que sabían dónde vivía su familia y que los iban a matar”. Esta semana la vicepresidenta, Marta Lucía Ramírez, informó que su viaje a ese país debió cancelarse por “razones de seguridad”. Sin embargo, uno se pregunta por qué en todo este tiempo el gobierno colombiano, informado desde el principio de esos horrores, no ha hecho algo drástico como acudir formalmente a la CIDH.
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Fue Camus, según parece, el que dijo que una sociedad se conoce por sus cárceles. ¡Y de qué manera! Basta ver lo que está pasando un año después en Haití –un país inseguro, pauperizado, sin Dios ni ley– con los 18 mercenarios colombianos que participaron en el asesinato de su presidente Jovenel Moïse. Al hecho de estar privados de libertad y sin ser llevados a juicio, se suma que pasan hasta 72 horas sin comer, sin poder ir al baño –“nos toca hacer del cuerpo aquí adentro”, testimonió uno de ellos– y sufriendo tortura, a pesar de que la mayoría aceptó su participación en el hecho. En un informe que trae El Espectador del 7 de julio, la abogada de Eladio Uribe cuenta: “A él le quemaron con ácido los testículos y le arrancaron las uñas de los pies. Le dijeron que sabían dónde vivía su familia y que los iban a matar”. Esta semana la vicepresidenta, Marta Lucía Ramírez, informó que su viaje a ese país debió cancelarse por “razones de seguridad”. Sin embargo, uno se pregunta por qué en todo este tiempo el gobierno colombiano, informado desde el principio de esos horrores, no ha hecho algo drástico como acudir formalmente a la CIDH.
La verdad es que cuando se trata de delincuentes parece que los derechos humanos dejaran de tener importancia. Algo que se constata también en nuestras cárceles, donde las condiciones de los presos son en casi todos los casos horripilantes desde hace montones de años. Que la vida de “los malos” no vale lo mismo que la de “los buenos”, (esos que según los biempensantes “somos más”) se vio en el incendio de la cárcel de Tuluá, donde 55 presos murieron en las condiciones más crueles, asfixiados o quemados. De los sobrevivientes se narra que salían con la piel colgante, derrumbados por el dolor. La investigación, hasta ahora, da cuenta sólo de riñas entre bandas, pero no explica por qué los guardias del INPEC no abrieron las rejas para que pudieran escapar. ¿No los habrán entrenado acaso para enfrentar casos así, donde está de por medio la vida de los presos? Esa doble moral que hace pensar que la vida de un delincuente no vale nada quedó expresada muy bien en el tuit que puso Álvaro Uribe hace unos años, a raíz de la muerte de Carlos Areiza, acusado de falso testigo en el litigio entre el expresidente e Iván Cepeda: “Carlos Areiza era un bandido. Murió en su ley. Areiza es un buen muerto. Si no, que lo diga Cepeda”.
Muchas veces, mientras los “buenos” permanecen libres, sus subordinados, los que cumplían sus órdenes, purgan las penas que la justicia les impone. Ahí está, por ejemplo, condenado a diez años el mayordomo de Fernando Sanclemente, a quién su “patrón” debió comprometer en el procesamiento de su laboratorio clandestino, mientras él todavía sigue libre. Lo mismo que los mandaderos de Uribe –Pretelt, Palacio, Velásquez, etc.– tuvieron que purgar largas condenas mientras el bueno de su jefe se libra siempre de todo mal y peligro. Yo me alegro de que María del Pilar Hurtado haya salido en libertad por buena conducta, pues la cárcel debería ser para castigar, protegiendo siempre la dignidad del condenado –y no para ejercer venganza– pero también para redimir. Los que arrodillados ante el poder se dejaron usar por Uribe ya habrán aprendido la lección. O eso esperamos.