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A los que hemos leído y releído Cien años de soledad —yo la analicé durante años con mis alumnos— nos resulta más difícil acercarnos sin prejuicios a la serie de Netflix. Todos tendemos a incomodarnos cuando vemos una adaptación al cine de las novelas que más amamos. Y, sin embargo, es completamente legítimo hacer adaptaciones cinematográficas y se han hecho excelentes. El padrino, Harry Potter y Mystic River son algunos poderosos ejemplos. Y la reciente adaptación en Netflix de un libro que parece imposible de adaptar, Pedro Páramo, bajo la acertada dirección de Rodrigo Prieto. Demonizar a Netflix, como se ha hecho, porque lo que hace son “productos”, es una ingenuidad conservadora.
Una discusión muy interesante que la serie vuelve a poner sobre la mesa es la de la relación entre cine y literatura. Cómo ha ido cambiando la idea de lo que es una adaptación es algo que recoge muy bien el libro Cine y literatura de la U. Católica de Lima, coordinado por la escritora y cineasta Giovanna Pollarolo. Allí queda claro que están lejos los tiempos en que directores como Truffaut y Hitchcock creían que las “obras maestras” se arruinaban llevadas al cine, y por eso adaptaban novelas mediocres. Y también es claro que resulta improcedente basarse, para evaluar una adaptación, en el concepto de “fidelidad” al libro, pues cine y literatura usan dos lenguajes muy distintos.
Es difícil apartarse del concepto de fidelidad: volvemos tercamente a él. Pero lo que tendríamos que preguntarnos ante la “empresa delirante” de hacer una serie sobre este libro descomunal es si las imágenes, las líneas argumentales y los énfasis escogidos hacen hablar al libro de una manera tan nueva y poderosa que deseemos volver a él. En la entrevista a Cambio, Rodrigo García Barcha fue claro en decir que lo que se quiso hacer fue, ante todo, contar la historia de los Buendía. Narrar es algo que el cine puede hacer muy bien. Lo que le es ajeno es lo que hace magistral a Cien años —que también es prodigiosa narrando—: su palabra deslumbrante, precisa, impregnada de poesía.
Podría alargarme, pero por espacio me limitaré a decir que los diálogos —la novela tiene mínimos— me parecieron flojos, el casting con aciertos y desaciertos y el vestuario extraviado en la primera época. Que no concentrarse en “lo real maravilloso” es un acierto. Y que los capítulos de Alex García, a excepción de algunos logros, me resultaron frívolos y muy aburridos. No explota el humor —tan fundamental— y se regodea en el sexo innecesariamente, sin comprender bien la pudibundez de Úrsula y de sus tiempos. Hay escenas larguísimas, y falta ritmo. A muchos personajes les falta verdad, es decir, dirección. La búsqueda de Macondo parece una romería a la Virgen, y con la parranda, falsamente, cree que recrea el espíritu caribe. El narrador —un recurso difícil en el cine, pero que intenta introducir la cadencia del lenguaje de García Márquez— no puede ser más plano. Los de Laura Mora, en cambio, tienen mucha más fuerza, agilidad, penetración de los personajes y, sobre todo, pasión y conocimiento. En sus capítulos se evidencia que Cien años es, entre otras muchas cosas, una versión mítica de nuestras luchas históricas y del fracaso como un destino. Un espejo deformado de lo que somos.
