Día de la Raza

Piedad Bonnett
07 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.
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La Patrulla Aérea Colombiana es una organización privada sin ánimo de lucro que, apoyada por pilotos y profesionales de la salud que donan su tiempo y sus servicios, vuela a las regiones más apartadas de Colombia a prestar atención médica y quirúrgica gratis a las comunidades que viven en pobreza extrema, sin acceso a los servicios más básicos. Jimena, una odontóloga que participó en una brigada reciente, me habla con pesar de Riosucio, Chocó: de su precariedad y su aislamiento, pero también de la excelencia y modernidad de los equipos con los que trabajó y de la generosidad y entrega de los médicos. Y, por supuesto, de la intensidad de la experiencia, de la fatiga, la satisfacción, el desafío. También me contó de los emberas, que deben viajar durante días para acceder a lo que para ellos es un milagro: que les examinen la vista, les operen una hernia, vacunen sus niños o les saquen una muela. Vienen, esperanzados, con dolores de meses y enfermedades que sobrellevan sin ningún paliativo. Su estoicismo, me dice, es increíble.

Para los emberas la atención de la Patrulla Aérea es una gota de luz en medio del abandono estatal y de toda clase de violencias. Porque donde quiera que estén son acosados, ya sea por paramilitares que quieren robarles el territorio rico en oro para instaurar la minería ilegal, o por grupos armados que reclutan sus niños y sus jóvenes. Fue lo que sucedió el 14 de mayo pasado, cuando más de 100 paramilitares de las Águilas Negras entraron de forma violenta al resguardo de Pavasa Gella y se llevaron a 12 personas, causando el desplazamiento de 656 habitantes, que tuvieron que migrar a lugares donde sólo los espera el hambre y la desesperación. La historia de despojo y amedrentamiento no es nueva y tiene toda clase de matices. En 1987, por ejemplo, fueron masacrados más de 70 indígenas emberas en el alto Andágueda por un grupo que iba detrás del oro de la región, causando un éxodo masivo de la comunidad hacia Bahía Solano.

Quedan todavía muchos en sus regiones, resistiendo la violencia y la escasez, pero al menos viviendo de acuerdo a sus costumbres. Muchos otros, sin embargo, se han desarraigado. En Bogotá hay casi 750, que viven de vender cualquier cosa o de mendigar en las aceras, y nos hemos acostumbrado a ver a sus mujeres, a veces casi niñas, rodeadas de sus hijos en la indignidad de la miseria. Muchos quieren volver a su tierra, y algunos lo han hecho apoyados por entidades gubernamentales, pero tienen miedo de enfrentarse de nuevo a sus perseguidores. “La ciudad es diferente, no es como allá. Aquí se sufre”, decía hace unos meses a un periodista uno de los emberas de los terribles inquilinatos en que se hacinan. Pues bien: el domingo pasado se incendió en la localidad de Santa Fe una de las viejas casas donde vivían unos 150 indígenas, que hoy están en la calle, donde “no tienen ni agua para preparar los alimentos”. La Secretaría de Integración Social les ha ofrecido a algunos damnificados acercarse a un hogar de paso, y les ha dado sudaderas, ropa interior, elementos de aseo. Migajas para un pueblo que ha sido exaltado en los billetes de $10.000, pero que le importa poco a este país, aunque cada 12 de octubre celebremos una fiesta que llamamos, extrañamente, “Día de la Raza”.

 

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