En 2003, cuando tenía 20 años, mi hijo Daniel fue tratado por una respetada dermatóloga para un acné nodular con la sustancia isotretinoina, mejor conocida como Roacután.
Firmamos un documento en que constaba que conocíamos los riesgos de esa droga (que van desde enfermedad intestinal inflamatoria, granuloma biogénico, linfadenopatía, pancreatitis, hasta “riesgo extremadamente alto” de malformaciones del feto cuando la paciente queda embarazada durante el consumo del medicamento), pues estaría sometido a rigurosos controles. Un mes después de estarlo tomando, Daniel se hundió en una depresión grave que derivó en un episodio psicótico y en otras complicaciones mentales que transformaron dolorosamente su vida y la de la familia. Al ser notificada de lo que pasaba, la médica no admitió que esos trastornos estuvieran relacionados con el medicamento para el acné. Sin embargo, pasados unos años empecé a sospechar, por la coincidencia de fechas, de la relación entre éste y su enfermedad. Hice entonces, ya muy tarde, una investigación personal que me reveló que muchos pacientes tenían inquietudes similares a las mías.
En ElTiempo.com del pasado miércoles 28 de noviembre se lee: “El Roacután, droga para tratar el acné, está siendo prescrita en más de medio millón de personas. Dicen que puede causar problemas de salud mental”. Sí, dicen. Porque parece que no hay estudios definitivos. Y, por tanto, yo no me atrevería a afirmar que hay una relación entre el medicamento y la enfermedad mental, pues no quiero exponerme a demandas de las poderosas multinacionales que la comercializan. Pero me siento obligada a divulgar lo que hace años “se dice” del Roacután; uno de los laboratorios que lo produce, por ejemplo, describe así en su página los efectos adversos: “Se han descrito casos de depresión, síntomas psicóticos, y, en raras ocasiones, intentos de suicidio”. Por su parte, el Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad de España, agencia española de medicamentos y productos sanitarios, señala que, aunque raras veces, “algunos pacientes que están tomando Roacután, o poco tiempo después de haber dejado el tratamiento, pueden sentirse deprimidos, experimentar un empeoramiento de la depresión o desarrollar otros problemas mentales serios”. Sé que algunos diarios, en su momento, plantearon la posibilidad de que el suicidio de dos jóvenes —Liam Grant en 1997 y David Robert en 2005— podría obedecer a que estaban usando Roacután (era la hipótesis de sus padres); que hay sitios de internet donde los pacientes se quejan de toda clase de secuelas del medicamento; que la Food and Drug Administration (FDA) exige advertir de sus graves peligros a los usuarios y que el médico David Graham, de esa institución, solicitó sacarlo del mercado en 2005; y que algunos médicos me han dicho, de modo confidencial, que han visto trastornos psiquiátricos en pacientes tratados con isotretinoina.
Mi hijo, que sobrellevó su gravísima enfermedad con dignidad y valentía, que luchó durante 10 años por llevar una vida normal aunque su sufrimiento era infinito, que terminó la universidad y fue siempre un buen estudiante y luego un buen maestro, sucumbió finalmente a los horrores de la enfermedad y se quitó la vida mientras hacía una especialización en el exterior. Hoy yo no sabría decir si el Roacután causó la enfermedad, si la potenció porque había una predisposición o si se trató de una casualidad de fechas. Sólo sé que nadie hizo un estudio de antecedentes a la hora de formularle. Y me pregunto: ¿debe venderse un medicamento tan cuestionado? ¿Su comprobada eficacia en erradicar el acné justifica que unos cuantos seres (las excepciones) arruinen su salud y su vida? ¿Están los médicos informando a sus pacientes sobre la gravedad de todos sus riesgos? Si cuento algo tan íntimo y doloroso, apreciado lector, es porque creo que mi testimonio puede servir a muchos.
En 2003, cuando tenía 20 años, mi hijo Daniel fue tratado por una respetada dermatóloga para un acné nodular con la sustancia isotretinoina, mejor conocida como Roacután.
Firmamos un documento en que constaba que conocíamos los riesgos de esa droga (que van desde enfermedad intestinal inflamatoria, granuloma biogénico, linfadenopatía, pancreatitis, hasta “riesgo extremadamente alto” de malformaciones del feto cuando la paciente queda embarazada durante el consumo del medicamento), pues estaría sometido a rigurosos controles. Un mes después de estarlo tomando, Daniel se hundió en una depresión grave que derivó en un episodio psicótico y en otras complicaciones mentales que transformaron dolorosamente su vida y la de la familia. Al ser notificada de lo que pasaba, la médica no admitió que esos trastornos estuvieran relacionados con el medicamento para el acné. Sin embargo, pasados unos años empecé a sospechar, por la coincidencia de fechas, de la relación entre éste y su enfermedad. Hice entonces, ya muy tarde, una investigación personal que me reveló que muchos pacientes tenían inquietudes similares a las mías.
En ElTiempo.com del pasado miércoles 28 de noviembre se lee: “El Roacután, droga para tratar el acné, está siendo prescrita en más de medio millón de personas. Dicen que puede causar problemas de salud mental”. Sí, dicen. Porque parece que no hay estudios definitivos. Y, por tanto, yo no me atrevería a afirmar que hay una relación entre el medicamento y la enfermedad mental, pues no quiero exponerme a demandas de las poderosas multinacionales que la comercializan. Pero me siento obligada a divulgar lo que hace años “se dice” del Roacután; uno de los laboratorios que lo produce, por ejemplo, describe así en su página los efectos adversos: “Se han descrito casos de depresión, síntomas psicóticos, y, en raras ocasiones, intentos de suicidio”. Por su parte, el Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad de España, agencia española de medicamentos y productos sanitarios, señala que, aunque raras veces, “algunos pacientes que están tomando Roacután, o poco tiempo después de haber dejado el tratamiento, pueden sentirse deprimidos, experimentar un empeoramiento de la depresión o desarrollar otros problemas mentales serios”. Sé que algunos diarios, en su momento, plantearon la posibilidad de que el suicidio de dos jóvenes —Liam Grant en 1997 y David Robert en 2005— podría obedecer a que estaban usando Roacután (era la hipótesis de sus padres); que hay sitios de internet donde los pacientes se quejan de toda clase de secuelas del medicamento; que la Food and Drug Administration (FDA) exige advertir de sus graves peligros a los usuarios y que el médico David Graham, de esa institución, solicitó sacarlo del mercado en 2005; y que algunos médicos me han dicho, de modo confidencial, que han visto trastornos psiquiátricos en pacientes tratados con isotretinoina.
Mi hijo, que sobrellevó su gravísima enfermedad con dignidad y valentía, que luchó durante 10 años por llevar una vida normal aunque su sufrimiento era infinito, que terminó la universidad y fue siempre un buen estudiante y luego un buen maestro, sucumbió finalmente a los horrores de la enfermedad y se quitó la vida mientras hacía una especialización en el exterior. Hoy yo no sabría decir si el Roacután causó la enfermedad, si la potenció porque había una predisposición o si se trató de una casualidad de fechas. Sólo sé que nadie hizo un estudio de antecedentes a la hora de formularle. Y me pregunto: ¿debe venderse un medicamento tan cuestionado? ¿Su comprobada eficacia en erradicar el acné justifica que unos cuantos seres (las excepciones) arruinen su salud y su vida? ¿Están los médicos informando a sus pacientes sobre la gravedad de todos sus riesgos? Si cuento algo tan íntimo y doloroso, apreciado lector, es porque creo que mi testimonio puede servir a muchos.