En Colombia tenemos la sensación de estar condenados para siempre al eterno retorno. El ejemplo más claro sería el del ciclo infinito de desastres por efecto de las sequías que trae el verano, seguidos de los desastres que trae el invierno: inundaciones y derrumbes, como si jamás estuviéramos preparados para lo que a ciencia cierta sabemos que vendrá. Con la violencia pasa lo mismo: las viejas formas de ejercerla reviven una y otra vez.
Recientes denuncias señalan que Yahir Acuña, alcalde de Sincelejo, propuso conformar un grupo de cien exmilitares y expolicías dotados de uniformes, cascos y motos, para que “velen por la seguridad” de la ciudad. Increíblemente el comandante encargado de la Policía de Sucre celebró la decisión con el argumento de que este apoyo les ayuda a sus fuerzas, que no son suficientes para garantizar la seguridad de la ciudad. Estas iniciativas ya las hemos visto en el pasado, con consecuencias tenebrosas. Ni más ni menos están en el origen del paramilitarismo y la guerra sucia. Uno de los casos más graves fue el de las Convivir, apoyadas desde siempre por Álvaro Uribe Vélez, y creadas por César Gaviria Trujillo en 1994 mediante el Decreto Ley 356 de 1994, y puestas en funcionamiento en 1995 por Ernesto Samper como “servicios comunitarios de vigilancia y seguridad privada”, según dato de la Comisión de la Verdad. Algunas de ellas -lo sabemos por declaraciones de los mismos implicados- se convirtieron en grupos paramilitares en los que, con anuencia de las fuerzas militares, personajes como Salvatore Mancuso sembraron el terror en regiones enteras del país.
Por otro lado, los medios han denunciado que en territorios como Caquetá, Antioquia, Cauca y otros, está circulando un “manual de convivencia” firmado por las disidencias de las FARC en el que, como en otros tiempos, los comandantes determinan las normas sociales según su capricho. Resulta indignante el enunciado principal: “Nosotros, como autoridad legítima del territorio, apoyamos a las comunidades y, en pro de mejorar las condiciones de vida, seguridad y convivencia, orientamos las siguientes líneas generales de trabajo”. El manual prohíbe desde lo que ya está prohibido en la ley colombiana, pero que seguramente algunos no acatan –vender licor a menores o correr ilegalmente linderos– hasta cosas insólitas como incurrir en chismes o transitar después de las dos de la mañana. A las trabajadoras sociales se les exige un carnet de control médico, y las multas por infringir lo mandado van de uno a siete millones… con facilidades de pago. O con amenaza de muerte, según el caso.
Nada de esto es nuevo. Como sabemos, la extrema izquierda armada ha mostrado siempre un moralismo y un puritanismo que no difiere del moralismo y el puritanismo de la extrema derecha paramilitar. Las dos facciones han perseguido a personas de la comunidad LGBTI y a prostitutas, sometiéndolas a humillaciones, persecución y torturas. Este control “justiciero” que intenta poner orden donde el Estado es débil es ejercido también en muchos barrios de las ciudades de Colombia por líderes de pandillas que establecen fronteras, extorsionan comerciantes, realizan operaciones de “limpieza social”. Como en el mundo feudal, cada señor de la guerra manda en su territorio.
En Colombia tenemos la sensación de estar condenados para siempre al eterno retorno. El ejemplo más claro sería el del ciclo infinito de desastres por efecto de las sequías que trae el verano, seguidos de los desastres que trae el invierno: inundaciones y derrumbes, como si jamás estuviéramos preparados para lo que a ciencia cierta sabemos que vendrá. Con la violencia pasa lo mismo: las viejas formas de ejercerla reviven una y otra vez.
Recientes denuncias señalan que Yahir Acuña, alcalde de Sincelejo, propuso conformar un grupo de cien exmilitares y expolicías dotados de uniformes, cascos y motos, para que “velen por la seguridad” de la ciudad. Increíblemente el comandante encargado de la Policía de Sucre celebró la decisión con el argumento de que este apoyo les ayuda a sus fuerzas, que no son suficientes para garantizar la seguridad de la ciudad. Estas iniciativas ya las hemos visto en el pasado, con consecuencias tenebrosas. Ni más ni menos están en el origen del paramilitarismo y la guerra sucia. Uno de los casos más graves fue el de las Convivir, apoyadas desde siempre por Álvaro Uribe Vélez, y creadas por César Gaviria Trujillo en 1994 mediante el Decreto Ley 356 de 1994, y puestas en funcionamiento en 1995 por Ernesto Samper como “servicios comunitarios de vigilancia y seguridad privada”, según dato de la Comisión de la Verdad. Algunas de ellas -lo sabemos por declaraciones de los mismos implicados- se convirtieron en grupos paramilitares en los que, con anuencia de las fuerzas militares, personajes como Salvatore Mancuso sembraron el terror en regiones enteras del país.
Por otro lado, los medios han denunciado que en territorios como Caquetá, Antioquia, Cauca y otros, está circulando un “manual de convivencia” firmado por las disidencias de las FARC en el que, como en otros tiempos, los comandantes determinan las normas sociales según su capricho. Resulta indignante el enunciado principal: “Nosotros, como autoridad legítima del territorio, apoyamos a las comunidades y, en pro de mejorar las condiciones de vida, seguridad y convivencia, orientamos las siguientes líneas generales de trabajo”. El manual prohíbe desde lo que ya está prohibido en la ley colombiana, pero que seguramente algunos no acatan –vender licor a menores o correr ilegalmente linderos– hasta cosas insólitas como incurrir en chismes o transitar después de las dos de la mañana. A las trabajadoras sociales se les exige un carnet de control médico, y las multas por infringir lo mandado van de uno a siete millones… con facilidades de pago. O con amenaza de muerte, según el caso.
Nada de esto es nuevo. Como sabemos, la extrema izquierda armada ha mostrado siempre un moralismo y un puritanismo que no difiere del moralismo y el puritanismo de la extrema derecha paramilitar. Las dos facciones han perseguido a personas de la comunidad LGBTI y a prostitutas, sometiéndolas a humillaciones, persecución y torturas. Este control “justiciero” que intenta poner orden donde el Estado es débil es ejercido también en muchos barrios de las ciudades de Colombia por líderes de pandillas que establecen fronteras, extorsionan comerciantes, realizan operaciones de “limpieza social”. Como en el mundo feudal, cada señor de la guerra manda en su territorio.