En la esquina de la 86 con 11 de Bogotá una niña de unos diez años cruza por la cebra hasta el separador. Dos metros atrás la sigue la que debe ser su hermana, de unos siete. De repente aparece corriendo una pequeña de unos tres, que cae de bruces en mitad de la calle y estalla en llanto. La de siete se devuelve y la arrastra a la acera, justamente cuando el semáforo da vía a los automóviles, que arrancan rutinariamente. No son niñas de la zona, por supuesto. Son tres niñas emberá, que llevan ropa citadina pero que van sucias y descalzas.
Sólo en el parque Nacional, donde se alojan en cambuches las distintas familias emberá, las autoridades reportaron que en las últimas tres semanas ha habido “91 casos de niños solos sin la compañía de ningún adulto”, y “30 situaciones de riesgos viales” que comprometieron la vida de los niños. Ni qué decir de los riesgos de abusos sexuales, que ya han empezado a denunciarse con bastantes pruebas.
Uno se pregunta cómo es posible que los emberá sigan hacinados, malviviendo en albergues o en cambuches infectos. Una descarnada crónica de Cristian Ávila y Juan Pablo Contreras, en El Tiempo, da cuenta de los olores en el parque, “a rancio, a leña quemada y a basura”, y a pañales usados botados por todas partes. También hay que hablar –aunque suene incómodo– del daño ambiental del parque, de la tala de árboles, de la usurpación de un bien público, de cómo por la zona deambulan extraños a la comunidad, y emberá borrachos durante la noche. Los vecinos hablan de parrandas que duran hasta tres días. Hace unas semanas una bebé murió por hipotermia en una hamaca sin que nadie se ocupara de ella. Desde el 2021 ha habido 32 muertes en los albergues y en el parque, de los cuales 24 son de niños. ¿Dónde están las madres durante el día? Sentadas en las aceras con sus críos, mendigando u ofreciendo sus collares, lo último que les queda de una vida digna. ¿Y los hombres? ¿Alguien ha visto a un hombre emberá mendigando, rodeado de sus hijitos?
Lo que los colombianos estamos viendo es la degradación de un pueblo, la pérdida de sus saberes ancestrales, la manipulación de sus miembros más vulnerables –mujeres y niños–, su pauperización en las condiciones más insalubres. No podemos afirmar que las autoridades de la ciudad hayan sido negligentes. Gerson Bermont, secretario de Salud, informa que hay ambulancias siempre dispuestas y brigadistas que les ofrecen sus servicios. Sin embargo, los líderes “a veces no permiten que entren los equipos de salud” cuando hay enfermos críticos. Ellos dicen que sus comunidades temen regresar a sus tierras por temor a la violencia. Sin embargo, cada tanto se desbaratan los planes de retorno porque no consideran aceptables las condiciones del regreso. Ya empieza a saberse de suicidios de jóvenes y mujeres emberá. En la ciudad, por las malas condiciones de vida; en los territorios, por el conflicto armado que los confina, por la falta de oportunidades, por el maltrato de los cónyuges.
No es posible que ningún gobierno –y esto le compete también al gobierno nacional, no sólo al local– pueda resolver una situación tan dramática, que un país no pueda garantizar a los niños emberá que crezcan en un entorno sano y seguro, con un presente y un futuro dignos.
En la esquina de la 86 con 11 de Bogotá una niña de unos diez años cruza por la cebra hasta el separador. Dos metros atrás la sigue la que debe ser su hermana, de unos siete. De repente aparece corriendo una pequeña de unos tres, que cae de bruces en mitad de la calle y estalla en llanto. La de siete se devuelve y la arrastra a la acera, justamente cuando el semáforo da vía a los automóviles, que arrancan rutinariamente. No son niñas de la zona, por supuesto. Son tres niñas emberá, que llevan ropa citadina pero que van sucias y descalzas.
Sólo en el parque Nacional, donde se alojan en cambuches las distintas familias emberá, las autoridades reportaron que en las últimas tres semanas ha habido “91 casos de niños solos sin la compañía de ningún adulto”, y “30 situaciones de riesgos viales” que comprometieron la vida de los niños. Ni qué decir de los riesgos de abusos sexuales, que ya han empezado a denunciarse con bastantes pruebas.
Uno se pregunta cómo es posible que los emberá sigan hacinados, malviviendo en albergues o en cambuches infectos. Una descarnada crónica de Cristian Ávila y Juan Pablo Contreras, en El Tiempo, da cuenta de los olores en el parque, “a rancio, a leña quemada y a basura”, y a pañales usados botados por todas partes. También hay que hablar –aunque suene incómodo– del daño ambiental del parque, de la tala de árboles, de la usurpación de un bien público, de cómo por la zona deambulan extraños a la comunidad, y emberá borrachos durante la noche. Los vecinos hablan de parrandas que duran hasta tres días. Hace unas semanas una bebé murió por hipotermia en una hamaca sin que nadie se ocupara de ella. Desde el 2021 ha habido 32 muertes en los albergues y en el parque, de los cuales 24 son de niños. ¿Dónde están las madres durante el día? Sentadas en las aceras con sus críos, mendigando u ofreciendo sus collares, lo último que les queda de una vida digna. ¿Y los hombres? ¿Alguien ha visto a un hombre emberá mendigando, rodeado de sus hijitos?
Lo que los colombianos estamos viendo es la degradación de un pueblo, la pérdida de sus saberes ancestrales, la manipulación de sus miembros más vulnerables –mujeres y niños–, su pauperización en las condiciones más insalubres. No podemos afirmar que las autoridades de la ciudad hayan sido negligentes. Gerson Bermont, secretario de Salud, informa que hay ambulancias siempre dispuestas y brigadistas que les ofrecen sus servicios. Sin embargo, los líderes “a veces no permiten que entren los equipos de salud” cuando hay enfermos críticos. Ellos dicen que sus comunidades temen regresar a sus tierras por temor a la violencia. Sin embargo, cada tanto se desbaratan los planes de retorno porque no consideran aceptables las condiciones del regreso. Ya empieza a saberse de suicidios de jóvenes y mujeres emberá. En la ciudad, por las malas condiciones de vida; en los territorios, por el conflicto armado que los confina, por la falta de oportunidades, por el maltrato de los cónyuges.
No es posible que ningún gobierno –y esto le compete también al gobierno nacional, no sólo al local– pueda resolver una situación tan dramática, que un país no pueda garantizar a los niños emberá que crezcan en un entorno sano y seguro, con un presente y un futuro dignos.