El pasado en presente

Piedad Bonnett
17 de marzo de 2019 - 05:00 a. m.
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El presidente Duque, que al principio parecía tan comedido, se envalentonó a raíz del alza en las encuestas por su protagonismo en el conflicto venezolano, y, ya sin vergüenza, mostró su entraña uribista y su decisión de no deslindarse ni un ápice de lo que su amo y señor le dicta tras bambalinas. Ahora los colombianos podemos ver que lo que sólo parecían señales de conservadurismo no era otra cosa que pasos sistemáticos hacia la destrucción de lo logrado en el país en campos diversos.

Las decisiones de Iván Duque, ya vistas en conjunto, apuntan a un regreso a un pasado de discordia, restricción de libertades y amenazas a la paz. Todo comenzó a evidenciarse con la persecución a la dosis mínima y políticas punitivas que está ya probado que no funcionan, y tuvo un segundo tiempo en la propuesta de crear una “Red de participación cívica”, una resurrección de las antiguas redes de cooperantes, causantes en buena parte del nacimiento de los ejércitos paramilitares. Esto adobado con unas políticas de porte de armas que parecieran restrictivas pero que en verdad son excusa para armar a más civiles. Para que no queden dudas de su voluntad de retroceder en el tiempo, su gobierno ha resucitado también la idea de volver al glifosato, cuando la sabiduría indica que hay que abstenerse en caso de duda sobre algo tan serio como la salud humana; y ha reforzado la posibilidad del fracking, a sabiendas de que no se cumplirán, en un país donde nada se cumple, las recomendaciones para atenuar sus pésimos efectos sobre el medio ambiente y las comunidades. En relación con Venezuela, Duque ha sido imprudente e infantil, hasta el punto vergonzoso de hablar de similitudes con la caída del muro de Berlín, y ha mostrado una obsecuencia igualmente penosa con Estados Unidos y el personaje que allí gobierna. Y el último golpe, ya se sabe, es la herida que le acaba de asestar a la paz con las objeciones a la JEP.

Pero en su tarea el presidente no está solo. En su equipo, además de los desdibujados tecnócratas de ciertos ministerios, está la vacilante ministra de Justicia, que envió la carta por el peor correo de América y explicó que los padres de los adictos serán los que testimonien a su favor; un ministro de Defensa que habló de limitar la protesta y que jura que son inocentes los militares implicados en los falsos positivos, a pesar de las graves denuncias de HRW, y en vez de dejar que sea la justicia la que diga la última palabra; un ministro de Hacienda que cree que el salario mínimo “es ridículamente alto”; una ministra del Interior que abuchearon por negar la culpabilidad del Gobierno y del Congreso en el hundimiento de la mayoría de los proyectos de ley anticorrupción y una ministra de Cultura que opina que cultura y turismo son la misma cosa, y que habla solo con vaguedades y lugares comunes. Cuenta también con un director de Memoria Histórica que cree que no hay conflicto. Pero, sobre todo, con dos poderes detrás del trono: el de Néstor Humberto Martínez, en cruzada perpetua contra la paz, y el del Supremo, que incluso aboga ahora por las restricciones en la libertad de cátedra. Dos personajes que, como los gatos, siempre caen parados, a pesar de todas sus maturrangas. Habrá que saber enfrentar tanta derecha, mediocridad y perfidia.

 

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